En esta ocasión les he pedido a unos buenos amigos míos que me prestaran unas palabras de esas que ellos dicen tan bien; que fueran ellos los que hablaran hoy aquí y nos dejaran unas reflexiones edificantes para empezar el año.
Tres de ellos, Oscar, Sándor y Stefan, que son unos expertos observadores y conocen bien la naturaleza humana y sus laberintos, han elegido unos pensamientos referidos a la amistad y al amor al prójimo.
Por otro lado, Eugene, el alegre soñador, también ha querido hablarnos de amor, pero de amor a los libros, no podía ser de otro modo.
Y John, que es un tipo duro y tierno a la vez, como los bizcochos crujientes, nos ha dejado una escena de atracción humana que se desarrolla entre libros.
Es que saben lo que nos gusta:
"Me senté entre las ruinas de mi maravillosa vida, abrumado por la angustia, desconcertado por el miedo, aturdido por el dolor. Pero no quería odiarte. Todos los días me decía a mí mismo: Hoy debo mantener el amor en mi corazón, si no, ¿cómo podría vivir este día?"
"Y si un amigo nuestro se equivoca, si resulta que no es un amigo de verdad, ¿podemos echarle la culpa por ello, por su carácter, por sus debilidades? ¿Qué valor tiene una amistad si solo amamos en la otra persona sus virtudes, su fidelidad, su firmeza? ¿Qué valor tiene cualquier amor que busca una recompensa?
Sándor Márai. El último encuentro (1942)
"[...] este simple propósito de ayudar, de ser útil a otros en lo sucesivo, me infunde ya una especie de entusiasmo. [...] Solo cuando uno sabe que es algo también para otros, descubre el sentido y la misión de su propia existencia."
Stefan Zweig. La impaciencia del corazón (1939)
"Risa para mis momentos más alegres, distracción para mis preocupaciones, consuelo para mis pesares, charla ociosa para mis momentos de mayor pereza, lágrimas para mis penas, consejo para mis dudas y seguridad contra mis miedos. Todo esto me dan mis libros, con una prontitud y una certeza y una alegría que son más que humanas. Por eso yo no sería humano si no amara a estos amigos y no sintiera eterna gratitud hacia ellos."
Eugene Field. Los amores de un bibliómano (1895)
"La observaba desde las sombras de los oscuros estantes. Ella sostenía un libro [...] suspiró y reanudó la lectura. Unos momentos y volví a mirar. Aún sostenía el libro. ¿Y qué libro era? No lo sabía, pero tenía que saberlo para que mis ojos recorrieran el mismo sendero que los suyos."
John Fante. Camino de Los Ángeles (1933)