Una calma engañosa ha invadido el frente, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo para darnos una tregua. Después de tantos combates sin interrupción, de tantas calamidades, por fin podemos disfrutar de un día de respiro y una comida tranquila. Tan poca cosa ayuda a levantar el espíritu. Las charlas son más animadas y los rostros reflejan un optimismo que hace tiempo no se veía.
Por la tarde descubrimos en una enramada, oculto entre la paja, a un soldado enemigo. Por gestos, nos indica que ha huido y está tratando de desertar. Es un muchacho delgaducho y pálido, con el pelo amarillo y unos ojos de un gris desteñido que nos observan con terror. Lo registramos y, como no lleva armamento ninguno, dejo de encañonarlo. Enciendo un pitillo y se lo paso. Mi gesto le ha devuelto un poco de aplomo y se permite esbozar una sonrisa, aunque mantiene una reserva desconfiada. Su uniforme no es mejor que el nuestro ni está menos sucio ni menos harapiento, y parece tan agotado y famélico como el que más.
–¿Qué hacemos con él?, pregunta un compañero.
Me desconcierta la pregunta tan simple, lanzada con una indiferencia que no parece encerrar, en su ambigüedad, aristas tan tenebrosas. ¿Qué hacemos? ¿Le damos otro cigarrillo, lo degollamos? Hay algo bestial dentro de nosotros. ¿Tan profundamente hemos enterrado la humanidad?