Me incluyo en la pregunta, me incluyo entre los responsables que, por acción u omisión, permiten o toleran que en nuestra sociedad convivan, como mal menor o mayor de un desarrollo mal entendido, personas que han de dormir a la intemperie sobre cualquier acera de cualquier calle de cualquier ciudad, arropados con un abrigo de cartones, y empujados por los motivos que sean. No hay razones que justifiquen tamaña indigencia sin que la conciencia y los servicios sociales se activen como un resorte en auxilio de los abandonados a su suerte, de los orillados de toda oportunidad, de los vagabundos sin más porvenir que el de pordiosear la compasión de los que han tenido la suerte de acomodarse entre los bienpensantes, bienalimentados y biensatisfechos de la sociedad del consumo. Pero algo hacemos mal cuando no somos capaces de repartir unas migajas de nuestro confort con los que, por no tener, no tienen ni donde dormir ni caerse muertos. Malviven a nuestro alrededor, justo al lado de las mesas donde desayunamos o de los portales de las casas que habitamos, como seres invisibles para nuestra sensibilidad e inútiles para reclamar nuestra atención. Forman parte de los excluidos, cuyo volumen tiende a aumentar a pesar de los signos de recuperación que dicen estamos disfrutando, en beneficio de los de siempre. Padecemos esa aporofobia que rechaza al pobre, al desafortunado que molesta nuestra vista sin que siquiera nos induzca a la caridad, esa injusticia indigna con la que limpiamos nuestra mala conciencia. Un rechazo al pobre que, como señala Adela Cortina*, es el germen de todas nuestras fobias a los inmigrantes, los refugiados, a los desarraigados, a todos los que no pueden intercambiar nada con nosotros, por ser pobres. Y es que algo hacemos mal cuando no somos capaces de erradicar este problema, el problema que afecta a nuestras almas endurecidas e insensibles frente a tanta pobreza.
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* Adela Cortina, Aporofobia, el rechazo al pobre. Editorial Paidós, 1ª edición mayo 2017, Barcelona.