Fue entonces cuando lo vi, en la esquina inferior derecha del cristal: el papelito de propaganda, el anuncio malhadado de un circo volante en la ciudad, tremolando en mi cristal al ritmo del aire de tormenta del final de la mañana. No bajé a quitarlo: cinturón-contacto-llave-puerta, dar la vuelta al coche acompañada por el grito de "mamá, ¡tengo hambre!", y la duda en la conciencia de dónde tirar el papel en cuestión, que yo adivinaba suave al tacto y brillante por el marketing -aunque no hay que ser muy listo para dejar información circense junto a la puerta de un colegio. Acabaría, sin duda, en el bolsillo de mi chaqueta o en la cremallera del bolsillo superior de mi bolso, acompañando al envoltorio transparente de un caramelo blando y los tres clips de colores que seguía olvidando guardar en la caja del despacho.
