Camina casi sin desplazarse, imperceptible. Levanta los pies y vuelve a posarlos con delicadeza. No quiere enfurecerlo. No quiere molestarlo. Magno, aparece ante él como una mole que palpita, el rumor que precede al vuelo, la historia no vivida.
Alonso se acerca al dragón de grandes alas, enorme murciélago de aire y piel. Quiere cabalgarlo. Ya no hay miedo, no hay batalla que presentar, sino aventura que disfrutar. Con cuidado, continúa. Cada vez lo siente más próximo, ya puede hasta respirar su olor. Sentir el golpe de sequedad que transmite cada aleteo, la ligera vibración de la tierra que lo alberga.
Alonso está decidido a cumplir su sueño, a cabalgar, de una vez por todas, ese dragón gigante que tiene ante sí. Sujeta su espada, traga saliva y emprende los últimos pasos, dispuesto a dominar a la inmensa bestia y surcar los cielos, más allá del horizonte amarillo.
Pero los sueños son sueños. De repente, algo impide su avance. No puede llegar al dragón, lo tiene ahí, a pocos pasos, pero no puede alcanzarlo.
- ¡Alonso, hijo! ¡No me hagas esto otra vez! ¿Cómo se te ocurre salir corriendo hacia el molino? ¿Tú sabes el susto que me has dado? ¿Lo sabes? ¡Mírame! ¡Que me mires te digo!
Alonso aguanta las lágrimas, como se supone que los caballeros andantes tienen que hacer, aunque sólo tengan siete años y porten una espada de plástico comprada en la feria. Mientras su madre lo arrastra de nuevo al coche, vuelve la vista a su dragón. Algún día, piensa. Algún día volaré contigo, viejo amigo.
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Pruebo suerte en el concurso de Zenda. Qué más Quijote que un niño soñando con volar un dragón, un pequeño aventurero inmerso en esa fantasía de la niñez que la edad adulta se encarga de socavar, aunque algunos, muchos, intentemos resistir. Va por todos aquellos que, pese a todo, se esfuerzan en seguir creyendo que volarán dragones.