Hubo -y hay- gente en este país que no acepta que se cuestionen sus creencias, por muy respetables que sean, y pretenden que todos las asuman como si fueran verdades reveladas e irrefutables. Hubo -y hay- gente que considera que la religión no debe estar subordinada, no ya a la razón, cosa imposible porque entonces no sería una creencia, sino a las leyes pues considera sus creencias por encima de la legalidad. Hubo –y hay- personas que creen que la libertad ha de estar limitada o condicionada por las creencias religiosas puesto que supuestamente es mayoría los que las profesan. Hubo –y hay- quienes defienden el derecho a tener creencias sobrenaturales pero rechazan las expresiones y las críticas contra ellas basadas en la libertad de expresión o manifestación reconocida en la Constitución. Como hay gente así, puede suceder que la Justicia, a veces, tenga que intervenir y sea justa al dilucidar esta aparente colisión entre el derecho a la libertad de conciencia y la libertad de expresión. Y todo ello en el contexto de un Estado de Derecho y un país democrático en el que existe gente que aun desea que la legalidad civil deba estar tutelada por las creencias religiosas.
Que estas contradicciones y paradojas surjan en personas fanáticas y en absoluto tolerantes es lo esperado, pero que las mantengan gente que conoce los ámbitos en que se circunscriben estos derechos, es, a estas alturas, sorprendente, cuando no preocupante. Es más, que, desde determinados sectores sociales, se considere ofensivo a sus sentimientos religiosos una manifestación contraria a la existencia de una capilla religiosa en un recinto universitario es relativamente coherente con sus creencias y actitudes. Pero que desde un medio de comunicación se haga campaña en contra de una resolución judicial porque falla la absolución de una manifestante, acusada de un delito contra esos sentimientos, no sólo es claro ejemplo de periodismo amarillista y fanático, sino también casi de desacato, ya que tilda la sentencia de “política” y parcial por no “proteger” tales sentimientos religiosos, como si estos tuvieran mayor preponderancia que los de libertad de expresión, opinión y manifestación reconocidos a todos los ciudadanos sin distinción, posean sentimientos religiosos o no.
Esa sentencia de la Audiencia de Madrid falla la absolución de la concejal Rita Maestre del delito contra los sentimientos religiosos del que había sido acusada por haber participado en una manifestación que irrumpió el interior de una capilla y rodeó el altar para protestar contra existencia de lugares de culto en un recinto universitario, algo que resulta contradictorio en el ámbito donde el pensamiento científico y racional debía imperar y fomentarse. Durante el acto de protesta, las manifestantes se despojaron de sus blusas y se exhibieron en sujetador mientras lanzaban consignas, algunas muy provocativas (¿cuál no lo es?), contrarias a la injerencia católica en decisiones civiles (como la ley del aborto) y otros derechos y libertades propios de un país democrático, plural y formalmente laico o aconfesional.
Los más acérrimos, intolerantes y fanáticos practicantes del catolicismo patrio, auténticos herederos del nacionalcatolicismo que desearían continuara imponiéndose por la fuerza de la ley a la totalidad de la población española, estiman un auténtico ultraje esa manifestación y tachan de profanación el hecho de rodear el altar para lanzar consignas, ya que para ellos se trata de un lugar sagrado donde sólo un cura puede oficiar a los feligreses. Para tales personas, que las hay, es totalmente intolerable que se cuestione el proselitismo religioso en una universidad. Y se sienten profundamente ofendidas. Confiaban en un severo castigo judicial que lave sus ofensas. Tal reprimenda no se ha producido y se rebotan contra la decisión de la Justicia. Que la crítica a la permanencia de espacios reservados a las creencias en los ámbitos universitarios sea catalogada como “saña anticatólica” por esos fanáticos no deja de ser una muestra de su fanatismo radical y nostálgico de épocas inquisitoriales. Pero que un medio de comunicación moderno, aunque sea conservador, considere la sentencia de “política” y “oportunista” porque no estima delictivo el ejercicio del derecho de manifestación, raya en el desacato y la falta de respeto a la Justicia.
Al parecer, los tiempos no avanzan para algunos sectores y medios de comunicación, que siguen reaccionando como en épocas en que podían condenar por su simple voluntad y criterio cualquier expresión y conducta que se apartara de sus dictados y valores imperantes. No asumen la diversidad y la pluralidad de la sociedad moderna y siguen confiados en una Justicia subordinada que vele y defienda esos valores e intereses dominantes, como si el judicial fuera un poder dependiente de una élite poderosa y excluyente. Afortunadamente, a veces los jueces ejercen su función con libertad y ajenos a presiones, y hacen justicia. Criticar las creencias dentro de la universidad no es delito y así lo ha estimado esa sentencia absolutoria. Que los fanáticos se sientan ofendidos es cosa suya, pero no por ello se van a cercenar las libertades más relevantes para la sociedad, como son las de opinión, expresión y manifestación. Tendrán esos fanáticos y los medios que los apoyan que acostumbrarse a convivir en un país libre y aconfesional, en el que viven personas laicas y religiosas, sin ningún privilegio de unas sobre otras. Y que una Justicia imparcial se atenga a las leyes y no a las tradiciones y creencias dominantes, tampoco debería ser motivo para un comentario editorial que, no sólo disiente de lo sentenciado, sino que tergiversa la decisión del juez como de “oportunista y cómoda” por fallar una absolución “política” de la imputada, una persona en el extremo ideológico opuesto al de la tendencia del medio en cuestión, nada imparcial, por cierto, en asuntos religiosos, monárquicos, políticos y económicos.
La única impunidad que cree ver en este asunto ese medio no es la parece conceder la Justicia a la imputada para seguir manifestándose, sino la que el propio medio disfruta para tergiversar y criticar decisiones judiciales cuando no son conformes a sus criterios e ideas particulares. Flaco favor se hace a la democracia cuando las decisiones judiciales son instrumentalizadas por la diatriba política y la mercantilización mediática.