Tu epístola me deleitó y me estimuló en mi abatimiento; pero también activó mi memoria, que se vuelve perezosa y lenta. ¿Por qué tú, querido Lucilio, no juzgas que el instrumento más eficaz para la vida feliz se halla en la convicción de que el único bien es la honestidad? En verdad el que considera bienes otras cosas cae en poder de la fortuna, se somete a la voluntad ajena; quien reduce todo bien a lo honesto, halla la felicidad dentro de sí.
El uno anda afligido por la pérdida de sus hijos, el otro preocupado por tenerlos enfermos, un tercero entristecido por su mala conducta, por alguna infamia que les ha salpicado; descubrirás que a éste le tortura el amor a la esposa de otro, a aquel el amor a su propia esposa. No faltará quien se atormente por un fracaso electoral; habrá a quienes haga sufrir el propio cargo político.
Pero especialmente numerosa de entre toda la estirpe humana es la turba de los miserables a la que exaspera la angustia de la muerte que acecha por todos lados, pues no hay rincón del que no surja. Por ello, como quienes se encuentran en país enemigo, han de mirar atentamente acá y allá y volver la cabeza a cualquier ruido. Si un tal temor no se expulsa del pecho, uno vive con el pálpito en el corazón.
Te encontrarás con desterrados que han sido desposeídos de sus bienes; te encontrarás con la clase más deplorable de indigentes: con pobres en medio de las riquezas; te encontrarás con náufragos, o con quienes han pasado por un trance semejante al naufragio, a quienes ora la cólera del pueblo, ora la envidia -dardo éste en gran manera nocivo para los mejores- los derribó cuando estaban desprevenidos y tranquilos como una borrasca que suele presentarse precisamente cuando nos confiamos al buen tiempo, o como un súbito rayo cuya sacudida hace temblar hasta los alrededores. Pues, como en tal circunstancia todo el que está muy cerca de la descarga queda aturdido del mismo modo que la víctima del rayo, así en estos desastres que produce la violencia a uno le abate el infortunio, a los demás el miedo, y la posibilidad de sufrirlos provoca en ellos una aflicción semejante a la de quienes los sufrieron.
Los males ajenos, cuando son repentinos, impresionan el ánimo de todos. Del mismo modo que a los pájaros les aterra el zumbido de la honda aunque dispare al vacío, así nosotros nos angustiamos no sólo por el golpe, sino por el ruido que éste produce. De ahí que no pueda ser feliz nadie que se deje llevar por esta falsa opinión; ya que no puede haber felicidad si no hay intrepidez: en medio de sospechas se vive infelizmente.
Quien se entrega con exceso a los acontecimientos fortuitos, urde para sí una trama ingente e interminable de inquietudes. Esta es la única vía para el que se dirige a un lugar seguro: menospreciar los bienes externos y contentarse con la honestidad. Pues el que piensa que existe algo mejor que la virtud, o que es posible algún bien prescindiendo de ella, abre los pliegues de su toga a las dádivas que reparte la fortuna, e inquieto aguarda sus presentes.
Somete a tu consideración este símil: la fortuna organiza unos juegos. En tal asamblea de competidores ella va derramando honores, riquezas, favores. De estos dones unos se han hecho pedazos entre las manos de quienes los arrebatan, otros han sido apresados con gran perjuicio de aquellos a cuyo poder han llegado. Los hay que van a parar a manos de gente distraída, algunos se han perdido por codiciarlos demasiado y, al intentar con ansia darles alcance, se esfuman; de hecho a nadie, ni siquiera al ladrón que tuvo éxito, le dura hasta el día siguiente el gozo por su latrocinio. Por ello los más juiciosos tan pronto ven que se inicia el reparto de los regalillos huyen del teatro, pues saben que unos obsequios tan insignificantes los pagarán muy caros. Nadie arma pelea a uno que se retira, nadie sacude al que se va; es la recompensa la que motiva la pendencia.
Otro tanto acontece con los dones que la fortuna lanza desde lo alto: miserables de nosotros, nos enardecemos, nos preocupamos, desearíamos poseer múltiples manos, avizoramos ora en un sentido, ora en otro; nos parece que se nos dispensan demasiado tarde los favores que provocan nuestra codicia, que pocos han de alcanzar y todos esperan.
Quisiéramos atraparlos al caer, nos regocijamos de alcanzar alguno y de que a otros les haya burlado en su intento una falsa esperanza. Un botín despreciable lo pagamos con un grave perjuicio, o bien en seguida nos decepciona. Retirémonos, por tanto, de estos juegos y cedamos el puesto a aquellos raptores; ¡que contemplen tales bienes que cuelgan en el aire y que ellos mismos queden más colgados todavía!
Todo el que se proponga ser feliz debe convencerse de que el único bien es la honestidad. Porque, si considera que es otro distinto, antes que nada juzga mal de la Providencia, ya que son innumerables las molestias que acontecen al hombre justo y todos los bienes que nos ha concedido son efímeros y reducidos, si los comparamos con la duración del mundo entero.
Semejante queja nos lleva a hacernos intérpretes desagradecidos de los dones divinos. Nos quejamos de no conseguirlos siempre, o de conseguirlos en número escaso, inseguros y perecederos. De ahí surge que no queramos ni vivir, ni morir: nos domina el odio a la vida y el miedo a la muerte. Toda resolución nuestra fluctúa y no puede saciarnos felicidad alguna. Y el motivo está en que no hemos llegado a aquel bien inmenso e insuperable donde será preciso se asiente nuestra voluntad, ya que por encima de la altura suprema no existe ningún peldaño más.
¿Preguntas por qué la virtud no tiene necesidad alguna? Se goza con lo que tiene a mano y no codicia lo que le falta. Nada le parece pequeño, si le es suficiente. Pero deja de pensar que ni la piedad, ni la fidelidad tendrán consistencia; pues el que desea dar pruebas de una y otra virtud tendrá que sufrir muchas molestias, que denominamos males, y sacrificar muchos gustos, en los que nos complacemos como si fueran bienes.
Perece la fortaleza que debe ponerse a prueba a sí misma; perece la magnanimidad que no puede brillar si no menosprecia cual naderías los objetos que el vulgo codicia como valiosos; perece la gratitud y el testimonio del agradecimiento, si nos asusta el esfuerzo, si conocemos algo de mayor precio que la lealtad, si no nos orientamos hacia el bien perfecto.
Pero soslayemos la cuestión; o esos supuestos bienes no lo son, o el hombre es más feliz que Dios, porque, sin duda, de esos dones que nos son tan queridos Dios no hace uso; ni la sensualidad, ni el lujo en los festines, ni las riquezas, ni nada de cuanto cautiva al hombre y le seduce con vil deleite tiene que ver con Dios. Así, pues, o hemos de creer que Dios está falto de bienes, o la prueba de que tales cosas no son bienes está en el hecho mismo de que faltan en Dios.
Añade a esto que un buen número de las cosas que pretendemos pasen por bienes se hallan en los animales con más plenitud que en los hombres. Ellos se sirven del alimento con mayor voracidad, no se fatigan tanto en la unión sexual, poseen un vigor mayor y una fortaleza más constante: el resultado es que son mucho más felices que el hombre. Viven, en efecto, sin maldad, sin perfidia; gozan de los placeres que captan más intensamente y de manera fácil, sin aprensión alguna de vergüenza o pesar.
Reflexiona, pues, si debe llamarse un bien aquel disfrute material en el que Dios es superado por el hombre y el hombre por los animales. El bien supremo guardémoslo en el alma; pierde el lustre si de la parte más noble de nuestro ser se muda a la peor, y se le transfiere a los sentidos, que son más activos en los animales. No ubiquemos en la carne el culmen de nuestra felicidad: son auténticos aquellos bienes que la razón otorga, consistentes y perpetuos, que no pueden perderse, ni siquiera decrecer y reducirse.
Los demás son bienes en nuestra imaginación; tienen, es cierto, la misma denominación que los verdaderos, pero carecen del marchamo del bien; llámeseles, por tanto, comodidades y, para expresarlo en nuestra lengua, "cosas preferibles". Con todo, sepamos que son de nuestra propiedad, no partes de nuestro ser; que pueden estar junto a nosotros, pero sin que olvidemos que están fuera de nosotros. Aun cuando se hallen junto a nosotros, deben contarse entre las pertenencias accesorias, de baja calidad, de las que nadie deberá envanecerse. Pues, ¿qué mayor necedad que lisonjearse uno a sí mismo por aquello que él no ha hecho?
Accedan todas ellas a nuestra compañía, pero no se peguen, de suerte que, al separarse, se alejen sin dejar ninguna herida en nosotros. Sirvámonos de ellas con moderación como de un depósito confiado a nosotros que un día abandonaremos. Todo el que las posee sin cordura no las retiene largo tiempo, ya que la propia felicidad, de no moderarse, ella misma se fatiga. Si se entrega a bienes muy efímeros, éstos presto la abandonan y, en cuanto la abandonan, queda abatida. A pocos les es posible renunciar con buen ánimo a la felicidad; los demás perecen junto con el séquito que les inundó de gloria, abrumándoles aquello mismo que les había exaltado.
Por consiguiente, haremos uso de una prudencia que imponga sobre tales bienes moderación y sobriedad, dado que una libertad sin freno empuja a la ruina y derrocha sus riquezas; pues jamás perdura nada desmesurado, de no haberlo contenido el gobierno de la razón. Esto te lo ratificará la suerte de muchas ciudades cuyo espléndido poderío sucumbió en medio de su apogeo, y así cuanto había logrado la virtud lo destruyó el desenfreno. Frente a tales eventualidades, hemos de fortalecernos. Ninguna muralla resulta inexpugnable contra la fortuna; equipémonos por dentro; si esta parte está asegurada, puede uno ser golpeado, pero no dominado.
¿Deseas conocer cuál es este medio de defensa? No indignarse ante ningún suceso y reconocer que aquello mismo que parece lastimarnos se ordena a la conservación del universo y es uno de los factores que llevan a término la marcha del mundo y su destino. Al hombre debe agradar cuanto a Dios agrada; la causa de admirar su propia persona y sus cosas esté en el hecho de ser invencible, de tener bajo su dominio los mismos males, de sojuzgar con la razón -fuerza la más poderosa de todas- el azar, el dolor y la injuria.
Ama la razón; su amor te equipará contra las situaciones más penosas. A las fieras el amor a sus cachorros las arroja contra los venablos del cazador: su ferocidad y ciego impulso las hace indomables; no pocas veces la ambición de la gloria impulsa a jóvenes animosos al menosprecio tanto de la espada como de la hoguera; a algunos una apariencia, una sombra de virtud les arrastra a la muerte voluntaria. Cuanto más fuerte y constante se muestre la razón que todos esos impulsos, tanto más impetuosa se abrirá paso a través de temores y peligros.
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La suerte es distinta respecto a aquel bienestar que, una vez perdido, deja en su lugar alguna incomodidad: como la buena salud que, alterada, se transforma en mala; el vigor de la vista que, al extinguirse, provoca la ceguera; no sólo es la agilidad lo que se pierde con un corte en las corvas, sino que en su lugar sobreviene la invalidez. Tal peligro no existe en aquellos bienes a los que poco antes nos referimos. ¿Por qué? Si he perdido un buen amigo, en su lugar no tengo por qué sufrir la deslealtad; tampoco por haber dado sepultura a hijos piadosos, ocupará su lugar la impiedad de otros.
Aparte de que en esos casos se trata no de la pérdida de los amigos o de los hijos, sino de los cuerpos de ellos. Sin embargo el bien sólo se pierde cuando se transforma en mal, cambio que la naturaleza no permite porque toda virtud y todo acto de virtud permanecen incorruptibles. Además, aun cuando se hayan ido los amigos, se hayan ido hijos estimados que respondían a los deseos del padre, hay algo que ocupa su lugar. ¿Preguntas qué es eso? Lo que a ellos les había hecho precisamente hombres de bien, la virtud.
Ésta no permite que haya espacio desocupado, se adueña del alma entera, suprime todo deseo, ella sola basta, porque la fuerza y el origen de todo bien se encuentra en ella misma. ¿Qué importa que la corriente de agua quede obstruida y se pierda, si la fuente de la que había brotado está a salvo? No dirás que es más justa la vida de uno cuando ha conservado a los hijos que cuando los ha perdido; ni más ordenada, ni más prudente, ni más honesta; luego tampoco dirás que es mejor. A un hombre no le hace más sabio aumentar el número de amigos, ni más necio disminuirlo; luego tampoco le hace más feliz, ni más desgraciado. En tanto la virtud estuviere incólume, no experimentarás pérdida alguna.
"Pues ¿qué?, ¿no es más feliz el que está rodeado del cortejo de los amigos y de los hijos?". ¿Por qué habría de serlo? El bien supremo ni decrece ni aumenta; conserva su medida cualquiera que sea el comportamiento de la fortuna. Ora haya alcanzado el sabio una larga ancianidad, ora haya fallecido antes de alcanzarla, una misma es la dimensión del sumo bien, aunque haya diferencia en la edad.
Que sea mayor o menos el círculo que describes es cuestión que afecta al espacio que ocupa, no a la figura. Aunque uno lo conserves largo tiempo y el otro lo borres en seguida y disperses el polvo en que fue trazado, ambos tienen idéntica figura. La rectitud no se valora ni por la magnitud, ni por el número, ni por el tiempo: tan imposible resulta alargarla como acortarla. Acorta cuanto te plazca una vida honesta de cien años de duración y redúcela a un solo día: resulta honesta por igual.
Unas veces la virtud se expande en gran amplitud y gobierna reinos, ciudades, provincias, dicta las leyes, cultiva las amistades, distribuye los deberes entre los parientes y los hijos; otras veces se circunscribe a los estrechos límites de la pobreza, del destierro, de la orfandad; con todo, no queda empequeñecida si de una categoría más alta desciende a un nivel inferior, de la categoría real a la de simple ciudadano; si de una jurisdicción pública y extensa se encierra en el reducido espacio de una casa o de un rincón.
Es noble por igual aun cuando se retire dentro de sí, al ser rechazada en todas partes; pues, en cualquier caso, mantiene un espíritu grande y elevado, una prudencia consumada, una justicia inflexible. Por lo tanto es igualmente feliz, ya que la beatitud se encuentra en un solo lugar: en la propia alma, grandiosa, estable, tranquila, lo que no puede conseguirse sin la ciencia de lo divino y de lo humano.
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Como en los cuerpos enfermizos hay síntomas que preceden al agotamiento, manifiestos en una desidia falta de toda reacción, en una fatiga no causada por trabajo alguno, bostezos, y en un temblor que se apodera de los miembros; así a un alma débil los males la sacuden mucho antes de abatirla; se anticipa a ellos y sucumbe antes del tiempo. Pero ¿qué mayor locura que angustiarse por el futuro, y, en lugar de reservarse para el trance del dolor, reclamar para sí las desgracias y acercarse a ellas? Pues lo mejor es retrasarlas si no se pueden evitar.
¿Quieres que te clarifique por qué nadie debe angustiarse por el futuro? Quienquiera que sepa que transcurridos cincuenta años ha de padecer algún suplicio, no se perturba, a no ser que, saltándose el período intermedio, se sumerja en aquella tribulación que no debía sufrir sino pasada una generación. Igualmente sucede que almas caprichosamente enfermas y a la caza de pretextos para su dolor, se aflijan por antiguos infortunios pasados ya al olvido. Tanto las cosas pretéritas como las venideras están alejadas de nosotros; ni de unas ni de otras experimentamos sensación alguna. Pues bien, sólo de lo que uno siente se experimenta dolor.
Séneca