(Foto: Rosario Leotta)
Un episodio habitual. Estás tan feliz, sumergida en tu novela, ajena a lo que te rodea, cuando llega alguien y te pregunta: "¿Qué lees?" Casi te parece oir un estrépito de cristales rotos. Tu burbuja ha estallado, te han sacado violentamente del mundo de la ficción para hacerte aterrizar en la áspera realidad. Ahora viene lo peor: responder a la pregunta. A regañadientes -"regañadientes", qué bonita palabra, te dan ganas de morderle en la yugular al preguntón- intentas primero una evasiva -"Nada, una cosa de trabajo"-, confiando en que se conformará con ella. Pero no has sido lo bastante rápida, no has podido ocultar el título y el autor. Preguntas en cascada -"¿Pero no habías leído esta novela?" "Y su obra anterior, ¿te gustó?", "¿No te recuerda mucho a tal otro libro?"-, que contestas lo más lacónicamente posible, tratando al mismo tiempo de no sonar (del todo) desagradable. Al final, tu interlocutor, sin duda cansado de jugar al frontón contra la pared con que te proteges, abandona. O tal vez eres tú la que se va, agarrando bien fuerte el libro contra tu pecho. No sabes bien si lo proteges a él o te proteges a ti. Sientes que la intimidad que habíais establecido el libro y tú ha sido vulnerada. El acto de la lectura, esas horas en que el libro te transporta a otras regiones, en que dialogas intensamente con él, es íntimo y privado. Mientras dura, nada hay más importante. Puedes escuchar música mientras cocinas o conduces, pero para la lectura necesitas toda tu atención. No sólo interviene en ella la vista, sino también todos los demás sentidos, atentos a recrear, imaginariamente, los cantos de los pájaros en un jardín, el tacto de la seda de un vestido, los olores de la calle en que transcurre la historia. (Por eso soy tan reticente a los audiolibros. A no ser que les dediques suficiente atención -y entonces, ¿cuál es la ventaja respecto al libro de papel, si no puedes compaginarlo con otras actividades?-, vas a perderte parte de los detalles. Y la clave de las buenas historias está en ellos.)(Foto: Marc Coetse)
No tengo inconveniente en hablar largo y tendido acerca de los libros que ya leído. Mi relación con ellos ya ha pasado, ya ha quedado establecida y soporta que se la contemple con ecuanimidad, que se la compare con otras, que se la critique, si es necesario. Pero hablar de un libro mientras lo estoy leyendo -y más si es durante el acto de la lectura- me parece una grosería. Como espiar a una pareja de amantes, o -no nos pongamos en exceso líricos- interrumpir una conversación ajena. En esa fase, el libro y yo nos estamos conociendo: él va desgranando su historia, revelando poco a poco sus recovecos; yo le tomo la temperatura, aprendo a apreciar su tono, me voy haciendo amiga (o no) de sus personajes. No sé aún si congeniaremos. Si será un arrebato pasajero, una amistad para siempre o un "si te he visto, no me acuerdo". Sin embargo, todas las relaciones merecen respeto y a todas hay que dejarles su parcela de privacidad para que se desarrollen.Es cierto, sentimos curiosidad por saber lo que leen los demás. La visión de otro ser humano con un libro entre las manos despierta en casi todo el mundo el reflejo de averiguar de qué libro se trata. La curiosidad es lícita, pero quien osa interrumpir a un lector merecería ser castigado. La próxima vez, recuerden: miren (con discreción), pero nunca pregunten "¿Qué lees?".
Interrumpir a estos niños enfrascados en su lectura debería ser delito