Con intereses. Sí señores, después de El Marido puntocero y siguiendo de cerca a El Marido puntouno se coló en mi vida El Marido puntodos. Sin duda, éste es el eslabón perdido en la cadena evolutiva del homo-padre. Por observación empírica he llegado a la conclusión de que El Marido puntodos casi nunca está a la altura de las circunstancias. O como dice una gran amiga que es muy sabia: no dan la talla. El mío se estrenó por la puerta grande. Dos orejas. Y el rabo.
Tenía que haberlo visto venir. Signos no faltaron durante ese embarazo sin zumo de naranja matutino. Al ginecólogo vino una vez para la ecografía de la semana veinte y cada tres minutos tenías que recordarle que la niña era para Marzo y no para Enero. Y tanto repetir que total yo tenía unos embarazos que ni me enteraba era como para empezar a sospechar.
En el hospital la cosa ya se puso fea. Nada más nacer La Segunda, El Marido que se había cansando mucho mirando el parto desde la grada se tumbó en su camita de acompañante, se agenció la única manta y se durmió. Sin más. Ojiplática se quedó la enfermera cuando en plena tiritona post-epidural le pedí otra manta. ¿Y la que había dónde está? Inquirío ella inocente. Digna de ver su cara al percatarse de la presencia de El Marido plácidamente dormido bajo la susodicha manta. Y la cosa fue a más. Como yo me encontraba tan bien y total sólo acababa de expulsar a mi bebé de mis entrañas, desde el hospital nos fuimos directamente a casa de mis padres a comer con tíos, primos y hasta la vecina del quinto se unió a tamaña celebración.
El Marido estaba eufórico. Tan pletórico estaba él que se agarró un pedo de categoría 15J y la que suscribe tuvo que conducir el coche de vuelta a casa. Recordemos que yo venía del hospital, de dar a luz a La Segunda. Aquello le pareció todavía poco y nada más llegar a casa cayó en coma profundo sobre el sillón. Conclusión: la madre tigre puntodos baña a ambas niñas. Sola. Da de cenar a la mayor. Sola. Enteta a la pequeña. Sola. Acuesta a la mayor. Sola. Acuesta a la pequeña. Sola. Y todo esto llorando. Ellas y yo. Si no me cogí el coche y lo dejé ahí plantado fue por no volver a despertar a las niñas. Como excusa me dijo que era una prueba de lo contento y emocionado que estaba por el nacimiento de nuestra segunda hija. Sin comentarios.
Mejor todavía fue cuando al día siguiente me preguntó si iba a ir a Carrefour porque necesitaba cuchillas de afeitar. Pues no mira, si te parece llegué ayer del hospital y antes de lanzarme de compras me gustaría habituarme a la vida con dos, dejar de sangrar como un cerdo, etc. Lo normal vamos. ¿Y qué creen que me contestó este marido venido a menos que me había tocado en suerte? Porque sé que no tienes la regla, pero cualquiera diría… Me han leído el pensamiento. Lo tenía que haber acuchillado allí mismo.
Pero no lo hice. Por mis hijas. Y de ahí pasamos a una fase preciosa en la que a él le parecía que yo no hacía más que mandarle y a mí que lo poco que hacía lo hacía mal.
Gracias al cielo no hay mal que cien años dure y aunque El Marido puntodos nunca fue mi predilecto las aguas volvieron a su cauce y con ellas mis ganas de tener otro bebé. Pero esta vez no estaba yo para andarme con chiquitas. En esta casa se fornicaba los días fértiles, a las horas fértiles, en las posiciones fértiles y tras el acto, veinte minutos con las piernas en alto. ¿Ustedes se han acordado del romance? Yo tampoco.
La Tercera se hizo esperar. No se engendra una jeta de este porte así como así. Y traía a El Marido Puntotrés debajo del brazo. Veremos como nos sale este.
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