No hay mejor desprecio que no hacer aprecio, decían las abuelas con toda la razón, pero nos empeñamos en olvidarlo. Los egos necesitan atención y que se hable de ellos aunque sea mal, como decía Wilde, y las empresas buscan publicidad que propicie ventas por cualquier medio, aunque se cubran con el manto de la cultura.
Año tras año, todo el mundo espera el momento del circo mediático del premio más sustancioso (no lo olvidemos, sustancioso no es sinónimo de prestigioso, en todo caso de famoso) para aplaudir o abuchear desde la grada o saltar a la pista y tener sus cinco minutos de gloria ante el inevitable espectáculo del cual, a la postre, todos participamos, siguiendo las reglas del protocolo establecido dentro del estatus de cada cual. Si eres (o crees ser) un intelectual que solo disfruta de la alta literatura, es de buen tono criticarlo llevándote las manos a la cabeza con grandes aspavientos, o al pecho en un alarde de histrionismo extremo (tu pobre corazón sensible se siente terriblemente afectado ante las ofensas a tu inteligencia), y quizá bramar con voz estentórea contra los desmanes e infamias cometidas, o proferir grititos de damisela que suelta su taza de té ante un vahído. Esto último no es del todo imprescindible, pero termina de definir tu posicionamiento alejado de esa plebe sin criterio. Si eres abanderado del best-seller, debes sacar a relucir tu álbum de recortes de grandes éxitos para recordar a esa secta de puristas estirados qué es lo que realmente vende y se lee (ejem), argumentando tu diatriba con una buena dosis de realidad de la calle, cifras, estadísticas y esa afirmación lapidaria que, después del clásico «si lo sigue la mayoría por algo será», siempre sirve como colofón: «es cuestión de gustos», y con ella se explica todo. Además, puedes elevar también la voz para que se te oiga tanto o más que a tu adversario, no vaya a ser que una educada discreción os haga pasar desapercibidos a uno de los dos o a ambos. Si vas por el camino del medio… no, imposible, ese camino no existe, olvídalo. Tienes que mojarte y ajustarte la etiqueta de forma bien visible. Con anticipación, incluso, no vaya tu despiste a crear dudas sobre tu postura ante todas las posibilidades tan bien expuestas y envueltas de vivos colores para atraer tu atención. Así, cuando a la mañana siguiente los medios bullan, rebullan y exploten, podrás reafirmarte en ella y reiterarte en lamentos (por el desprecio ante la verdadera calidad) y exabruptos (ante el más despreciable mercantilismo) o regodearte en el éxito fácil (todo es perecedero, después de todo). Y tras la nueva sesión de entusiastas intercambios verbales, pasar en unos días al olvido.Transcurrirán meses antes de esa noche de cena en casa con amigos, cuando esa curiosidad inevitable del lector lleve a algunos a percatarse de que en la estantería de la esquina está, como dejado al desgaire, el objeto de tanto revuelo. Uno te mirará con desdén y otro sonriendo. El segundo te preguntará si ya lo has leído y, si es así, compartirá sus impresiones aunque no estés por la labor. El primero, justo antes de marcharse, te sorprenderá (no demasiado, reconócelo) con su petición en un susurro furtivo. No es que le apetezca, la verdad, sólo es curiosidad científica por saber cuán malo puede ser. Y volver a rasgarse las vestiduras. Ilustración de Alireza Darvish.