
La espoleta que ha prendido ahora las protestas en Ucrania es bien conocida: una parte de la población, tal vez mayoritaria, desea que se firme el Acuerdo de Asociación ofrecido por la Unión Europea, mientras las autoridades, presionadas por Moscú, dan largas al asunto y adoptan posturas autoritarias para intentar doblegar a los manifestantes, restringiendo derechos y reprimiendo las revueltas. En ese pulso, las fuerzas del orden se emplean con una contundencia inusitada (los Berkutatizando a la gente), provocando víctimas mortales y centenares de heridos de diversa consideración, no sólo en Kiev sino también en otras ciudades del país. Incluso se conocen casos de innecesaria brutalidad, como el vídeo que muestra las mofas y humillaciones que sufre un detenido, desnudo en medio de un paisaje helado, por agentes uniformados.

Existen precedentes que ilustran el momento actual, cuando en las elecciones de 2004 se produjeron huelgas y manifestaciones conocidas como la “Revolución Naranja”, a causa de las innumerables sospechas de fraude electoral a favor del entonces candidato prosoviético y, en la actualidad, presidente de Ucrania. Entonces, como ahora, la población se dividía en dos bandos, de los cuales la opción prooccidental resultó derrotada, lo que dio lugar a disturbios. El líder de la oposición, Viktor Yúshchenko, fue envenenado pero consiguió sobrevivir, quedando desfigurado.

Buscando un lugar propio en el conjunto de las naciones modernas, el giro cada vez menos disimulado que muestra Ucrania hacia Occidente levanta ampollas en Moscú, que intenta no “perder” más países de su ámbito territorial de influencia, como sucedió con las repúblicas bálticas. Además de intereses geoestratégicos, existen otros de índole económica y militar, ya que por allí transcurren los gasoductos que transportan el gas ruso (la mayor reserva de gas natural del mundo) a Europa y en Sebastopol se enclava la base de la Flota Soviéticadel Mar Negro. Demasiados intereses para jugárselos en unas revueltas ciudadanas que polarizan al país, por mucho que la idea de integrarse en la Unión Europeaatraiga a una parte considerable de la población y sirva de excusa a las pretensiones de una oposición fragmentada y tan desacreditada como el propio Gobierno, acusado de “irregularidades”.
Un país abatido por la corrupción, donde “florecen” oligarcas” millonarios capaces de comprar voluntades políticas, y prácticamente en una ruina que esquiva gracias a las ayudas que le presta Moscú a cambio de sumisión y lealtad, no puede escapar de la atracción de un Occidente que parece tan asequible y que se acerca de la mano de una Europa que no oculta sus deseos de ampliación hacia el Este. De ahí que Putin advirtiera que no piensa consentir injerencias en los problemas internos de Ucrania, aviso que verbalizó en persona frente a una Comisión Europea que jalea las revueltas como si de “primaveras” revolucionarias se tratasen, a semejanza de las árabes, iniciadas en 2010, de resultados tan poco esperanzadores.

En Ucrania, pues, pasan muchas cosas que evidencian un problema complejo e histórico, en el que se mezclan la identidad nacional, las ansias de libertad y democracia de la población, la búsqueda de oportunidades y progreso que refleja un Occidente cercano y el mantenimiento de los lazos culturales, económicos y políticos que la unen con Rusia. Que de ello surja una guerra civil, una ocupación militar o el estatus de una asociación con la UE que preserve las buenas relaciones con Rusia, son las posibilidades abiertas de un futuro inmediato que ahora mismo están encima de la mesa.