Durante décadas el compromiso estadounidense con la seguridad europea fue el pilar que sostuvo nuestra seguridad, el instrumento fundamental que permitió tanto la victoria en la Guerra Fría como la descomposición de la Unión Soviética. Su importancia no debe ser minusvalorada si queremos entender tanto lo que pasó como lo que está ocurriendo en nuestros días, un proceso en camino de configurar una nueva sociedad internacional.
Que el Congreso de Estados Unidos aceptara el Tratado de Washington y la consiguiente creación de la Organización del Tratado del Atlántico Norte fue algo anómalo, sorprendente si no fuera por las experiencias vividas durante las primeras décadas del siglo XX. Los fundadores de aquel país trataron de superar la realidad que dejaban atrás: guerras, Antiguo Régimen, oligarquías, autoritarismo… lo que les llevó a pensar que su futuro pasaba por dar la espalda a la corrupta y viciada Europa. Sin embargo, la realidad se impuso, mostrando hasta qué punto resultaba imposible desvincularse de los sucesos europeos. Durante la I Guerra Mundial fueron los U-boats alemanes los que se empeñaron en hundir barcos estadounidenses para evitar el abastecimiento del Reino Unido. Durante la II Guerra Mundial fue el ataque de la aviación japonesa. En ambos casos quedaba claro algo que iba más allá del marco propio de un conflicto bélico y que ponía patas arriba uno de los fundamentos de la cultura política norteamericana, manifestando abiertamente la contradicción que escondía: un país industrial crece gracias a su comercio, lo que requiere de líneas de comunicación seguras. Asegurarlas suponía dotarse de medios de guerra capaces de ser proyectados a gran distancia. La pérdida de esos mercados implicaba dañar tanto el tejido empresarial como a la propia sociedad.
El debate Jefferson vs Hamilton seguía en pie, alimentando su intrínseca contradicción: la pervivencia de la Revolución Americana requería tanto del distanciamiento de Europa -para mantener sus valores y modelo político- como de la proximidad -para garantizar el acceso de sus productos a tan ricos mercados-. Dos guerras mundiales convencieron a las élites políticas norteamericanas de que más valía prevenir que curar. Si no querían volver a verse forzados a intervenir en el campo de batalla europeo lo más prudente era implicarse en su seguridad asumiendo un liderazgo que debería garantizar tanto el desarrollo socio-económico como la estabilidad regional. El Plan Marshall y la Alianza Atlántica fueron los dos instrumentos básicos de la política estadounidense en Europa, fundamento tanto del espectacular crecimiento como de la combinación de contención y disuasión que permitieron gestionar la Guerra Fría hasta la victoria final.
Estados Unidos aceptó su nuevo papel como líder occidental al frente de una gran coalición. El aislacionismo era historia. La experiencia había demostrado que una potencia con intereses globales debía estar presente en el mundo, adelantándose a los problemas para reconducir con inteligencia las distintas situaciones. El debate ya era otro: ¿debía perseguir su interés inmediato, a la manera de las potencias europeas, o ser fiel a sus principios y convertirse en el faro global de la democracia, en línea con el mandato neotestamental recogido en el capítulo 5 del Evangelio de Mateo, de ser la ciudad sobre la colina que sirva de ejemplo al resto del mundo?
Lo que entonces parecía una posición consolidada hoy está en cuestión. Un nuevo entorno estratégico ha propiciado cambios que están en el origen de esta nueva actitud. La Alianza Atlántica sigue en pie, pero sus miembros no comparten un análisis básico sobre riesgos, retos, amenazas y estrategia a seguir. Lo que la Unión Soviética fue capaz de unir no lo han logrado ni Rusia, ni el islamismo, ni China… La Alianza es un organismo básicamente diplomático, pero está lejos de ser el instrumento básico de la política exterior estadounidense. El aumento del número de sus miembros, al haber crecido hacia el Este como resultado de la incorporación de estados que formaron parte del Pacto de Varsovia o de la propia Unión Soviética, ha dificultado aún más el siempre complejo proceso de toma de decisión. La falta de voluntad de los estados miembros en gastar lo suficiente en Defensa para mantener sus capacidades a un nivel operativo, hecho agravado por la grave crisis económica que sufrimos, ha restado interoperatividad a las Fuerzas Armadas de la Alianza e interés por parte de Estados Unidos en seguir apoyándola.
Desde los tiempos de la Administración Clinton las autoridades norteamericanas vienen advirtiendo a sus aliados del riesgo de una grave erosión del vínculo trasatlántico si no se restablecen tanto objetivos como capacidades. La paradoja es que ha sido el presidente estadounidense más admirado por los europeos, Barack H. Obama, quien de forma más clara ha redefinido el sentido del vínculo. Si Estados Unidos renuncia a su “excepcionalidad” y reclama su derecho a ser un país normal su papel en la Alianza responderá a estos nuevos parámetros. No lidera sino que se limita a apoyar iniciativas locales bien fundamentadas y dirigidas por estados concernidos. Ayudan a quien se ayuda.
Estados Unidos ha perdido las guerras de Afganistán e Iraq por su incapacidad para mantener una estrategia durante un tiempo prolongado. Acertaron los teóricos de la guerra asimétrica al defender que una nación occidental, sometida al dictado de la opinión pública y de una clase política con marcada querencia hacia la demagogia, no sería capaz de mantener una posición durante el tiempo necesario para evaluar sus resultados. Tras estas dos derrotas las élites washingtonianas buscan su nuevo lugar en el mundo, presas otra vez de las viejas contradicciones: añoranza del aislacionismo al tiempo que se reconoce que sus intereses son globales y que más vale llegar pronto a una crisis que cuando el conflicto ha estallado.
El nuevo escenario europeo recoge un conjunto de situaciones. Al este nos encontramos con una actitud agresiva de Rusia, que podemos resumir en la invasión y segregación de territorios de Georgia, en la intervención en el conflicto ucraniano ocupando la península de Crimea y en actos poco amistosos contra Polonia, los estados bálticos y los escandinavos, todos ellos tendentes a provocar una actitud de sumisión a sus intereses. Al sur con las consecuencias de la crisis cultural que vive el Islam y que se expresa en radicalización, guerras de alta o baja intensidad, desestabilización política y corrientes migratorias sur-norte. El ángulo en el que ambos planos se encuentran presencia la intromisión rusa en los asuntos islámicos a favor de la causa chií e iraní.
La respuesta occidental ante estos hechos se caracteriza, en todos los casos, por la desunión. Mientras que Alemania, Francia e Italia tratan de restar importancia a las agresiones rusas, convencidas de que los problemas internos de la gran potencia eslava acabarán situándola en su justo lugar y de que una respuesta firme alimentará el nacionalismo ruso al tiempo que perjudicará sus importantes intereses económicos, parte de los estados afectados, junto con el Reino Unido y Estados Unidos, entienden que sólo una actitud firme podrá contener a una Rusia humillada por la descomposición de la Unión Soviética, la pérdida de su área de influencia y, sobre todo, de su estatus de gran potencia. Al final la Alianza ha aceptado lo que Estados Unidos iba a hacer de todos modos, establecer contingentes humanos en puntos clave para reforzar el rescatado principio de contención, al tiempo que buena parte de los europeos trata de reducir las sanciones y mejorar la relación comercial. Un cocktail de políticas incoherentes y contradictorias que trasladan a Moscú la oportunidad de aprovechar la desunión para presionar y avanzar en la consecución de sus intereses.
En el sur nos encontramos ante problemas de seguridad no convencionales que dificultan aún más la toma de una posición común. Francia, la potencia de referencia, ha optado por evitar tratar estos temas en el marco de la Alianza y actuar a partir de acuerdos regionales, incluyendo tanto a estados árabes como europeos. Estados Unidos parece comprender y compartir este modelo de actuación que supone asumir un papel secundario y dejar de lado a la Alianza. Aun así, este tipo de acciones no parece ser suficiente para contener el ciclo de inestabilidad en el que se encuentra la región. Sería necesaria una estrategia más ambiciosa que recogiera tanto acciones contrainsurgentes como otras dirigidas a la estabilización política y el desarrollo socio-económico.
Siria es punto de encuentro entre ambos planos, el marco de un conflicto entre el Islam moderado y el fundamentalista, entre el área de influencia chií y el suní, entre el espacio ruso y el atlántico. Rusia avanza con extraordinaria decisión aprovechando el retraimiento norteamericano y la desunión europea. Irán se beneficia del fin del protectorado occidental sobre los intereses árabes para tratar de establecer un eje entre el golfo de Omán y la costa líbano-siria, separando Turquía de sus anteriores territorios califales en el mundo árabe. La Liga Árabe, o lo que queda de ella, se desespera en su impotencia y crónica desunión traicionada por aquellos a quien tanto traicionó.
El vínculo trasatlántico, como toda alianza a lo largo de la historia, es el resultado de unas determinadas circunstancias. La Guerra Fría quedó atrás y en la actualidad ni Estados Unidos tiene la claridad estratégica de antaño ni sus aliados le proporcionan la colaboración necesaria. El vínculo no es el que fue, pero no ha desaparecido. Su consistencia es mucho menor, centrada en un ámbito diplomático respaldado por valores e intereses comunes. Es posible su regeneración, pero poco probable a la luz del renacer del aislacionismo en Estados Unidos y de la crisis abierta en la Unión Europea. La comunidad atlántica ha perdido el guion, un problema que se venía venir pero que ha sido exacerbado por la combinación de los efectos de la globalización y la grave crisis económica.
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