
En mi familia, por ambas partes, ha habido, y hay, Marías y Teresas a mansalva. Los que fueron de casa Isabelana o casa Palleta o casa Antonio, pusieron títulos bien castizos a los suyos, sin olvidar esos dos. Aquellos cuyos descendientes repitieron hasta llegar a llamar a sus hijos de manera idéntica. Primas apodadas igual, porque sí. Decisiones que nos marcan de raíz. Porque quizá no todo hubiera sido igual de no tener que especificar siempre qué Mayte es y de quién. Porque nos trasladan una decisión de por vida escogida sin preguntar. Porque nos catalogan como parte de una estirpe que debe llevar la denominación que se nos impone. Con ella seguimos. Con otra, el camino, tal vez, sería distinto. Con hache, por favor. Otro día os contaré la razón por la que tengo el segundo nombre que tengo. Que podría haber eliminado de mi carné de identidad, que podría haber borrado de mi historia. Pero entonces hubiera anulado parte de la historia de mi padre, quien necesitó que no solo me llamara como decidió mi padrino de bautizo. He dicho que nos determinan, pero también los marcan a ellos. A los que nos tatúan, como el número grabado a fuego a las vacas. Aunque se les llame de manera distinta a los dígitos, ellas saben su numeración. Con hache, por favor. 
Decidí tejer esta manta ante la llegada inminente de un nuevo miembro a la familia. Creyendo que tal vez su nombre no hubiera sido elegido pensando en su herencia, ni en aquellos repetidos por los ancestros, ni en ninguna persona familiar de la que necesitaran perpetuar su título. Elegí la Baby Tweed de Katia y tejí esta manta de hojas de Leyla Alieva. Mientras dentro acababa de formarse la pequeña, afuera lazada a lazada iba creciendo también este tejidoque le será arrullo, le será calor, le será parte de su historia. Espero que sus padres algún día le cuenten cómo crecieron ambas de la mano, que le expliquen porqué se llama como se llama, ya que desde el momento en que se pensó su nombre: ella existe. Judit está a punto de llegar. Sin hache, por favor. 
