Revista Cultura y Ocio

Que se los vea vivir, Natalia Ginzburg

Publicado el 16 mayo 2023 por Kim Nguyen

Ante la muerte de Natalia Ginzburg ocurrida a los pocos días de esta entrevista, una y otra vez volvió a mi memoria nuestro encuentro en su departamento de Roma, donde alfombras y cortinas amortiguaban la luz y las voces que en un mediodía de mayo subían desde la calle.

Día tras día su voz en el teléfono había postergado esa entrevista: “Mi dispiace, ma oggi non posso. Domani forse”. Hasta que un día, con la misma voz lejana e indiferente dijo que fuéramos el miércoles a las 11 y media de la mañana, que tendríamos 30 minutos.

Alta, de cuerpo pesado y tez morena, ella misma abrió la puerta y nos condujo hasta el living con movimientos lentos y seguros. Rápidamente me di cuenta de que, tal como lo había previsto, no sería fácil como entrevistada, y también que una de las razones que la había llevado a decir: “Sí, venga”, era la curiosidad. ¿Cómo una periodista que llegaba de aquel país tan pequeño y tan lejano podía sentir tanto interés por ella? “Claro, me conocen por la película Querido Miguel”, dijo. “No, Querido Miguel vino después. La conocemos por Léxico familiar, por Voces de la tarde, por Todos nuestros ayeres”. Quiso saber más. “¿Usted se dedica a la literatura?” “No, en mi país mucha gente lee. Los que en los 60 y 70 leían la conocen. La leíamos cuando era corriente comprar libros. Hoy sería menos fácil porque los libros son muy caros.” Bajó la cabeza y dijo: “Hasta leer resulta difícil hoy en la América latina. Es natural. En un mismo país hay dos mundos, el primero, cada vez más pequeño y más rico, y el tercero, cada vez más pobre y numeroso”.

Extendí la mano hacia el grabador que había colocado sobre la mesa, dispuesta a comenzar allí, con esa frase suya la entrevista: “Hasta leer resulta difícil…”, pero ella había seguido mi mano con la mirada y endurecido el gesto y yo había vuelto la mano hacia atrás sin tocar el grabador, optando atropelladamente por preguntarle por su labor como legisladora en el Parlamento italiano. “No soy una mujer política”, dijo. Y luego, como para sí misma: “Voy al Parlamento, hago las cosas lo mejor que puedo, pero no me gusta la vida política”. Y luego, mirándome: “Sin embargo fui elegida dos veces”.

Fiora, la fotógrafa, giraba alrededor nuestro como una sombra. Luego, cuando salimos, me explicó: “Siempre puse los pies sobre alguna alfombra. Tenía miedo de que al pisar la madera del piso ella recordara que yo estaba allí y volviera a decir que no quería fotos”. Eso había dicho cuando entramos, al ver el equipo. Pero Fiora recurriendo a sus mejores argumentos le había arrancado el sí: “No me interesan los primeros planos”, y también: “No traje teleobjetivo”.

Cuando habían pasado diez minutos de los treinta prometidos tomé una decisión heroica. Encendí el grabador y disparé la primera pregunta sobre literatura. Allí la melancólica Natalia suspiró y respondió con la voz más melancólica de todo su melancólico registro. “Yo, en mis libros no hablo jamás de psicología, no comento psicológicamente mis personajes. No muestro los mecanismos internos que explican sus conductas. Jamás describiría hechos de la infancia buscando explicar conductas de hoy. Prefiero que se los vea vivir”, dijo, y sonrió como para quitar aquel peso de lejanía que tenía su voz en todas las respuestas. Fue una sonrisa breve a la que los ojos permanecieron ajenos, y una de las últimas del encuentro.

“A veces los escritores dicen que escriben para entender el mundo. Que describiéndolo entienden”, dije. “No, no es mi caso, yo escribo sólo para comunicarme. El mundo se ha transformado en algo incomprensible. Ya vimos la estupefacción de Sartre, Kafka, Camus, frente al absurdo del mundo. No intento entenderlo. Solamente describirlo”, dijo, y se distrajo mirando el teléfono que sonaba pero no atendió. Parecía haber olvidado a Fiora que seguía girando en torno a nosotras pero sin acercarse nunca a menos detres metros. Y también parecía haberse olvidado de mí, que seguía su mirada esperando un gesto de recomienzo. El gesto vino, finalmente, cuando el teléfono dejó de sonar. “Entonces…”, dijo. “Entonces, háblenos de su amigo Cesare Pavese”, dije yo, llena de esperanzas de que hablara de él alguien que lo había conocido. “Era un hombre triste”, dijo. Quedé en silencio esperando, pero ella me respondió con otro silencio.

Hubo otras preguntas y hubo otras respuestas pero unas y otras tuvieron poco interés. Creo que ella me había contagiado su desgano y su melancolía y yo olvidé las mejores cosas que quería saber, a la vez que más y más intensamente sentía que había una sola pregunta para hacerle: “¿Por qué está tan triste?”. Pero tal pregunta es prohibida a los periodistas.

Conservo de esta entrevista sólo algunas cosas que seguramente no se borrarán jamás de mi memoria. El sonido velado de su voz, su mirada lejana y opaca, los alegres ruidos del verano, que desde la calle se colaban en el living y, a partir de su muerte, la convicción de que en mayo de 1990 ya estaba enferma y lo sabía.

María Esther Gilio
«Que se los vea vivir»
Página 12

Foto: Natalia Ginzburg


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