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Fueron muchos los signos que preconizaron esta derrota, señales desde todos los ámbitos que apuntaban a la actual situación, y no les hicimos caso. Confiamos en la solidez de lo construido y nos relajamos. Caímos en la dejadez para que nos convencieran que era necesario optar por la seguridad frente a la libertad si queríamos defender nuestra forma de vida, y transformamos el Estado de Derecho en uno policial. Consentimos muchas mentiras y miramos hacia otro lado en los abusos y la corrupción, sin exigir responsabilidades, antes al contrario, premiando a los listillos para que siguieran gozando de impunidad en los puestos donde los aupábamos. Fuimos retrocediendo en derechos, bienestar y servicios en aras de una economía de cuyo desequilibrio no éramos responsables para que los culpables se libraran de las consecuencias y las endosaran a los ciudadanos.
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Qué se puede esperar de presidentes de autonomías que consiguieron mayorías absolutas para estafar, enriquecer a propios y amigos, nunca a extraños, y saquear las arcas públicas, si sólo son juzgados cuando el daño es irreversible y el hedor insoportable, y cuando hasta el sastre testifica que los trajes de finos paños que confeccionó al Poder eran abonados por una red mafiosa que obtenía pingues contratos con la administración, sin necesidad de más concurso que el de la amistad sobornada. O de aquellos que dejan que los subalternos administren sin control los recursos presupuestados para alimentar un clientelismo político y la ambición de unos cuantos desaprensivos. Incluso esos otros que autorizan acuerdos presuntamente sin ánimo de lucro pero que acaban engordando el patrimonio de altísimas personalidades por el mero hecho de sus relaciones y apellidos.
Qué se puede esperar de una Administración donde los excesos salpican incluso las altas instancias del Estado y obligan a un rey abdicar por el deterioro y la desconfianza que corroe a las instituciones. Qué esperar de un monarca que, al entregar la corona, está siendo solícitamente compensado por el Gobierno para que, ni siquiera como simple ciudadano, se le pueda imputar delito alguno gracias a un aforamiento judicial a la carta que casi preserva la inviolabilidad que lo protegía. Qué esperar de un país donde los privilegios se heredan y las leyes no son iguales para todos.
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Qué se puede esperar si ya se criminalizan los sindicatos y los movimientos sociales, si comienzan a dictarse penas de cárcel -como en épocas infaustas- contra piquetes de huelga que ejercen el derecho al pataleo, defienden derechos laborales y contrarrestan la presión de comerciantes y empresarios cuando impiden a sus trabajadores sumarse al paro bajo coacciones y amenazas. Qué esperar si la fiscalía solicita tres años entre rejas, como condena “intimidatoria”, a los que se “extralimiten” en una huelga, no a los empresarios que esclavizan al trabajador y hacen tabla rasa de sus derechos laborales. Unas penas tan excesivas que hasta los denunciantes las consideran desproporcionadas porque castigan a dos ciudadanos sin antecedentes que se alinearon a favor de los humildes y los perdedores, dos activistas surgidos de la misma inquietud social que se manifestaron en una huelga contra los recortes y el empobrecimiento de la población, y por ello han sido condenados, por participar en un piquete. Uno es un estudiante de medicina de 25 años, y el otro, una mujer de 56 años, parada, como millones de personas en este país. Materializaron el grito de los desafortunados, y eso molesta: hay que callarlo sin contemplaciones.
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¿Qué cabe esperar sino la desesperanza y la apatía, la frustración y el descontento, el desapego a una realidad dolorosa y triste que nos aplasta como una losa que nosotros mismos hemos fabricado pesada? ¿Qué se puede esperar de nuestra desidia y renuncia al compromiso?