He conocido a Artén, un niño ucraniano de nueve años al que mis vecinos durante el veraneo han invitado, por tercer año consecutivo, a pasar un par de meses con ellos, en España; una especie de adopción temporal que diversas familias españolas realizan con niños de la zona de Chernóbil, buscando para ellos alivio de sus penurias, que parece que aún tienen algo que ver con los efectos a largo plazo del accidente nuclear de 1986.
Estoy escribiendo esto en la playa. Conocí a Artén anteayer, un día en el que a la de su habitual timidez superponía una visible capa de tristeza. Había hablado por teléfono con su madre ucraniana, y, después, comentado con sus coyunturales padres adoptivos los detalles de su conversación con ella: "Dice mi mamá –a lo largo de estos tres veranos ha aprendido a hablar bastante bien el español– que ya no tengo papá, que se ha ido a vivir con otra mujer. Y que ya no voy a tener más papás". Creo que era un primo suyo el que, por el contrario, iba teniendo ya tres papás diferentes. Algo, al parecer, que por allí es bastante frecuente.
Yo no soy muy playero, la verdad. Mientras mis compañías veraniegas dan largos paseos por la playa y se procuran intermitentes alivios de los excesos que el termómetro se está empeñando en perpetrar con recurrentes chapuzones en el Mediterráneo, yo procuro encogerme lo suficiente como para que, en lo posible, mi cuerpo sentado no sobrepase el perímetro de sombra que marca mi sombrilla. Mientras, con fugaces aprovechamientos del "derecho a la contemplación del paisaje" que reconoce el nuevo Estatut al que han decidido someterse en estas tierras, me dedico a mi afición más habitual: la lectura, y, coyunturalmente, como ahora, la escritura.
Sé que las mías no son lecturas homologadas en este segmento de playa (pero cada uno tiene derecho a escoger sus cadaunadas): estoy con ellas dando una vuelta de tuerca a mi pertinaz intento de comprender los diversos afluentes intelectuales que fueron a desembocar en el caudaloso río de la Ilustración. Así es como he ido a parar estos días, entre otras, a la filosofía de David Hume (1711-1776), un escocés que llevó a su punto culminante al empirismo, filosofía según la cual existe sólo aquello de lo que podemos tener experiencia, aquello que nuestros sentidos pueden registrar. Hume sacó las últimas consecuencias de esta manera de pensar: el "yo" no existe, es una ficción con la que tratamos de dar continuidad y un sustrato de identidad a lo que no es sino una permanente y dispersa sucesión de impresiones y percepciones: "Ahora bien –copio directamente a Hume–, el Yo o persona no es una impresión, sino lo que suponemos que tiene referencia a varias impresiones o ideas. Si una impresión da lugar a la idea del Yo, la impresión debe continuar siendo invariablemente la misma a través de todo el curso de nuestras vidas, ya que se supone que existe de esta manera. Pero no existe ninguna impresión constante ni invariable. El dolor y el placer, la pena y la alegría, las pasiones y sensaciones se suceden las unas a las otras y no pueden existir jamás a un mismo tiempo. No podemos, pues, derivar la idea del Yo de una de estas impresiones y, por consecuencia, no existe tal idea".
Mira por dónde, he encontrado lo que eventualmente hubiera podido servir de base para dar forma a una consoladora manera de afrontar el difícil momento que está atravesando el niño ucraniano que he conocido: "Artén –hubiera podido decirle nada más cerrar mi libro–, no sufras más por haberte quedado sin padre de un día para otro. Lo tuyo es un error de perspectiva. Repara de una vez, Artén, en que no existes, en que sólo eres una sucesión de fragmentos, hoy una cosa, mañana vete a saber qué. Es algo que ya comprendieron perfectamente nuestros pintores cubistas, que sabían que la nariz y el ojo del ente antropomorfo que representaban no tenían por qué formar parte del mismo fragmento. O los poetas surrealistas, que podían encargar los diferentes versos de un mismo poema a autores diversos e incomunicados entre sí. O Leopold Bloom, el protagonista del "Ulises", de James Joyce, el prototipo de la literatura de nuestro tiempo más valorado por críticos y catedráticos, que pasa las veinticuatro soporíferas horas que cubren las 900 páginas de la novela dando pábulo a un relato sin continuidad: sin principio, sin trayecto y sin final. Creías, Artén, que tenías padre, y eso es lo que hoy te hace sufrir. ¿Pero cómo vas a tener padre si ni siquiera tienes un yo que apadrinar?".
En este punto, quizás, hubiera debido dejar de darle la paliza a Artén, pobrecillo. Tenía que haberme esforzado en resumirle algo más el mensaje.
Pero hay veces en que me enrollo de una manera irreprimible. Hasta el punto de que aún hubiera seguido manteniendo, en mi mente ya tan sólo, mi virtual relato admonitorio o moralizante: "Artén, Artén… vivimos tiempos extraños, en los que querer ser alguien, tener una identidad, está mal visto muy a menudo, fíjate. La vinculación con el pasado, el compromiso con el futuro, eso que los posmodernos llaman "grandes relatos" y que por un tiempo llegó a llamarse biografía o historia, dicen ellos mismos que no existe. Que son como esas inconsistentes figuras que veo pasar por el fragmento (¿qué, si no?) que transcurre entre la línea de las olas al romper y la silla plegable que me sostiene mientras escribo esto: fugaces representantes del aquí y del ahora que unos momentos más allá habrán desaparecido para siempre".
El secreto de la nueva sabiduría parece que ha de consistir en conseguir acoplarse a una imagen de sí mismo compuesta de fragmentos definitivamente inconexos y que recuerdo que mis viejos, muy viejos, manuales de psicopatología definían como trastorno esquizofrénico.
A veces, sin embargo, en momentos propicios a la melancolía, me viene una cierta nostalgia de aquellos tiempos pre-posmodernos en los que llegábamos a pensar, a decir y a vivir todo seguido.