Una de las razones para darle a Bebé el chupete (el famoso chupete de gota que luego no hay quien encuentre) es evitar, o al menos intentarlo, que acabe chupándose el pulgar con el mismo entusiasmo con el que sigue haciéndolo su hermano mayor (y lo que le queda).
Como se lo di al mes, al principio muy bien. No es que fuera un estusiasta, tampoco yo se lo ofrecía más que unas pocas veces en las que resultaba útil, pero lo cogía y le ayudaba a relajarse. La cuestión es que al cumplir los dos meses empezó, como todos los bebés, a chuparse los puñitos. Y de chuparse los puñitos a encontrarse el dedo va una camino muy corto. Y de encontrarse un día el pulgar a darse cuenta de que eso da gustito y mola más que el chupete, ni hablamos. Total, que casi tres años después estoy de nuevo peleándome con un gordito para que deje de meterse el dedo y chupe el chupete.
De momento la lucha va en empate. Hace todo lo posible por chuparse el pulgar y no duda en hacerle palanca al chupete o escupirlo cada vez a mayor distancia para conseguir su objetivo pero tampoco lo rechaza de pleno como hacía su hermano y son muchos los momentos en que lo acepta sin oposición. Además, a parte de que su elegido ha sido el de la mano derecha (el mayor eligió la mano izquierda) de momento no está todo el día dale que te pego, así que ahí sigo. Tirar la toalla, de momento, no entra dentro de mis planes, salvo que ocurririera como ya ocurrió en su día con Raspilla, que no hubo manera de convencerle de que no lo hiciera. Lo que hago en cuanto le veo que insiste e insiste y pasa del chupete es meterle un tetazo, que eso nunca falla. Si quiere succionar algo calentito, que chupe teta, digo yo.
No me quita el sueño ni en uno ni en otro pero me da cierta rabia esta tendencia que tienen mis hijos, ¿será genético? ¡pero si nadie en la familia se ha chupado el dedo (salvo que lo hiciera en secreto)! ¿qué tendrá el dichoso dedito?.