A base de moverse lo suyo y de enrollarse como las persianas una va amasando su elenco de personajes variopintos. Desde el inmigrante ilegal albanokosovar con el que trabajamos mi amiga la de Albacete y yo de reponedoras en un supermercado inglés hasta el millonario con nombre de cantante country que me encuentro casi a diario.
Hoy venía a hablarles de este último pero no puedo quitarme de la cabeza el recuerdo de aquellas noches lluviosas que pasamos reponiendo alimentos en la sección de congelados. Verán ustedes, escalafones sociales hay muchos pero en Inglaterra sólo los muy ricos viven bien. El resto malvive a unos precios desorbitados y encima les llueve encima día sí y día también. No es de extrañar que hayan desarrollado ese humor inigualable. Reírse de uno mismo es la mejor y quizá la única terapia contra la depresión.
A lo que iba, en el subsuelo de la pirámide social británica están los reponedores del turno de noche que proliferan en un entorno que nada tiene que envidiar a Guantánamo. Ni en lo social ni en lo que a comodidades se refiere. Pero tiene truco porque la hora al ser nocturna y en condiciones infrahumanas está relativamente bien pagada y además es flexible.
El proceso de selección es parecido a la contratación de estibadores en cualquier puerto de novela. Uno se apunta para tal o cual noche y luego se persona en el lugar X a la hora Y para la criba. Allí un señor con ínfulas de manager de MacDonalds empieza el laborioso proceso de asignación de tareas. Los allí presentes suelen carecer de permiso de trabajo y cualquier tipo de dignidad profesional. Las dentaduras completas tampoco abundan y se fuma de media un cartón por noche. Que te ven con unos bíceps prominentes, a reponer botellas y artículos pesados. Que parece que no entiendes ni papa de inglés pues a reponer papel higiénico.
Y si como nosotras sospechan que sabes leer y conoces los rudimentos de la suma y la resta te toca reponer perecederos, en su mayoría de la familia de los lácteos, y ordenarlos según su fecha de caducidad. En los pasillos refrigerados. A siete grados bajo cero. De máxima. Planazo. Una que es una chicarrona del Norte se aclimata mal que bien pero mi amiga la de Albacete, friolera hasta la médula de su metro ochenta, se presentaba al toque de corneta con guantes, gorro, bufanda y plumífero y se pasaba toda la noche blasfemando en arameo muerta de hambre y frío.
Tanto es así que más de una vez la pillé relamiéndose los morros después de haber metido el dedo en un yogur como si tal cosa. A mí que tengo pánico a la autoridad y más si ésta es de medio pelo me daban los siete males y la risa floja mientras intentaba esconder el cuerpo del delito entre el queso gorgonzola y las lonchas de cheddar.
Entrábamos a trabajar a las nueve de la noche y salíamos a las siete de la mañana con una pausa de quince minutos para fumarnos dieciséis cigarros encadenados en una jaula de cristal con mucha gente con antecedentes penales. Por la mañana, un chaval albanokosovar con nombre de mujer se apiadaba de nosotras y nos daba un lift en su coche que lucía una preciosa ristra de ajos colgando del retrovisor y tardaba unos quince minutos en arrancar.
Al llegar a casa, que era un submundo en sí mismo sin llegar a la categoría de domicilio, nos quitábamos el uniforme de reponedoras y nos poníamos el de aplicadas alumnas de máster. O casi.
Qué tiempos aquellos.
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