Como hemos podido ver en otras elecciones, la cercanía del desenlace acentúa las contradicciones de los que se saben perdedores. Aquellos aspectos que quedaban silenciados por la posibilidad de un escenario de victoria –en el caso de la MUD, su excesiva heterogeneidad, retoño de demasiados padres– explotan, y los que veían en las elecciones una oportunidad de negocio o un interés geoestratégico aceleran su inquietud sabiendo que ni van a recuperar su dinero ni van a poder usar las influencias que imaginaban desde los despachos ministeriales y el Palacio de Miraflores.
En ese momento, las formas se pierden y el proyecto nacional, si es que alguna vez existió, pasa a tercer plano. Regresa entonces la lógica empresarial, las presiones de los países extranjeros que diseñaron el modelo, el “todo vale”, aunque el país se resienta con ese desprecio y esas maneras de empresario insensible. La bandera de Venezuela es arriada y en su lugar, los piadosos miembros de la oposición repiten el católico y antiguo dicho: “para lo que me queda en el convento, me cago dentro”. Si Venezuela no es para ellos, que no sea para nadie. ¿Qué fue de ese alegado compromiso con las clases medias? Son precisamente las clases medias las que más derecho tienen a inquietarse ante esa actitud. Siempre son el objetivo principal del engaño de quienes quieren desplazar a un gobierno con tintes sociales. ¿Hace falta recordar qué está pasando en España?
Los que nos habíamos alegrado de que la oposición venezolana por fin hubiera abrazado la vía electoral, dejando atrás golpes, sabotajes, paros patronales y guarimbas que tanto perjudicaron al país, volvemos a tener razones para la inquietud viendo cómo los adversarios del presidente Chávez están procesando la estadísticamente segura derrota de la MUD. Aquella actitud inicialmente respetuosa con la democracia que llevó a la elección de un candidato único –aunque, cierto es, con enorme enfado de Acción Democrática–, convenció a sectores de las clases medias de que en Venezuela era posible una alternancia pacífica que sirviera como estímulo para un mejor gobierno. Pero al final ha emergido la farsa. Recuerda la historia de aquel tipo que muere y cuando llega a la entrada que conduce al cielo y al infierno, le ofrecen escoger cuál quiere que sea su morada definitiva. “Pase y compare”. Entra en el infierno y ve mesas llenas de sabrosa comida, mujeres hermosas, bacanales constantes, salas de cine y de lectura, risas acá y allá, total libertad para hacer lo que se quiera… Toca el momento de visitar el cielo y el escenario es el de ángeles impertérritos tocando el arpa sobre ordenadas nubes de algodón, con miradas absortas perdidas en el infinito, en un silencio impecable y una organización perfecta. El difunto, tras pensar sus opciones, decide apuntarse al infierno, un plan –está convencido– mucho más divertido e interesante. Nada más firmar, un afilado tridente se le clava donde termina la espalda y con violencia le meten por la puerta del infierno. Allí le encadenan a una horrible columna y lenguas de fuego le arrancan la piel, las llamaradas cubren todo el horizonte, caen rayos, chispas y espadas afiladas desgarran la carne, todo son gritos, angustia, desesperación. El tipo, perplejo, pregunta: “pero…¿y los campos de golf? ¿Y las fiestas? ¿Y las mujeres hermosas que vi ayer?” A lo que el diablo le contesta: “Mire, es que ayer estábamos aún en campaña”.
Es indudable que una oposición honesta, unos medios de comunicación veraces y una universidad objetiva son factores que ayudan a que cualquier gobierno esmere su quehacer, cuide su dedicación, con el consiguiente beneficio para todo el país. Pero tristemente ese no ha sido el caso en Venezuela. Ni los medios de comunicación –convertidos en beligerantes actores que, de nuevo, vuelven a pedir la muerte del presidente Chávez o su salida a través de un golpe–, ni la universidad –más atenta a recuperar su posición de privilegio antes que a recuperar un espacio de excelencia ligado al conocimiento y al compromiso social–, ni la oposición –dispuesta a aceptar las reglas del juego sólo si tiene en la manga cartas de ganador– parecen colaborar en esa dirección. Es bastante probable que las clases medias, confundidas por esta actitud, formen parte de ese sector de votantes que aún no han decidido su voto como indican las encuestas. Está quedando muy claro en esta recta final de la campaña que tienen más que perder de lo que imaginaron con un cambio de gobierno. Lo nuevo suele tener el beneficio de la duda. Pero basta una mirada desapasionada para entender que con Capriles empezarán realmente sus problemas.
La falta de sinceridad de la oferta opositora se ve en el Plan B que está desplegando el entorno de Capriles –apareciendo ya con claridad que su principal enemigo no es el presidente Chávez sino los demás partidos y grupos de la MUD–. Lo que está ocurriendo en estos últimos días muestra el abandono del interés por Venezuela y su sustitución por el interés de los grupos que han financiado su campaña y quieren algún resultado que ven peligrar. El interés de Capriles choca con el interés de los que le han apoyado. Su bien propio y el de Venezuela le obligarían a aceptar su derrota en las elecciones, ya que se convertiría en el candidato que habría contendido contra Chávez y quedaría marcado como el mejor preparado para continuar la tarea de oposición. Pero es difícil que los demás partidos que han apoyado su candidatura estén contentos con ese escenario. Y aun menos los que han financiado la campaña o los que contaban con poder cobrar de la renta petrolera o de la situación geoestratégica privilegiada de Venezuela. Capriles se convierte así en el peor enemigo de Capriles. Nunca como en esta última semana debe cuidarse el candidato de la oposición. No por ningún peligro que provenga del chavismo, sino por el peligro cierto que proviene de los suyos.
El despliegue mediático que el candidato Capriles está teniendo en España recuerda en exceso –y es señal de preocupación– al escenario de preparación del golpe de Estado de Carmona en 2002 (del cual no fue ajeno un joven Capriles Radonski). Cuando una opción electoral no se guía por un proyecto de país sino por la voluntad de sacar del gobierno a quien lo detente, el riesgo de caer como rehén de esa suma de voluntades no fácilmente conciliables es muy alto. Planteábamos hace unas semanas que hay cinco tesoros que Capriles arruinaría: el empleo público y la función del sector público como motor de la economía, que sumirían al país en una recesión; la reducción de los salarios (exigida por los grupos empresariales que apoyan a Capriles), la precarización laboral y el deterioro consiguiente de las misiones al reducirse el gasto social vinculado con su sostenimiento; la pérdida de soberanía, que se traduciría en el regreso de las grandes petroleras al país y la privatización de los hidrocarburos, así como el debilitamiento de la integración latinoamericana, que es lo que está permitiendo que el agua, el petróleo y el gas, los alimentos y la diversidad del continente sean de los latinoamericanos y no de las empresas transnacionales; el acceso a la sanidad a través de las misiones, que se quebraría por la ruptura de las relaciones con los países con los que se mantiene el modelo sanitario (sin olvidar el descrédito internacional al frenarse éxitos diplomáticos tan espectaculares como la Misión Milagro) y que sentarían las bases de un modelo como el español (privatización de la sanidad, repago en cada visita al médico, pago incrementado de medicinas, listas de espera interminables, reducción de servicios de urgencia, colapso hospitalario, etc.); la integración nacional, debilitada por la apuesta por medios privados de transporte y el freno al desarrollo del metro, el tren y el avión de manera integrada; la paz social, amenazada –como se vio durante el golpe de Carmona– por la voluntad desmanteladora de la derecha, el odio y el afán revanchista que demuestran, la virulencia contra la unión cívico-militar y la falta de compromiso con los avances sociales logrados desde 1999. La pérdida de estos tesoros en el caso –cierto que improbable– de una victoria del candidato Capriles, se incrementa ahora por la falta de serenidad que está demostrando la candidatura de la MUD. Nunca como en estas dos últimas semanas se ha podido ver que lejos de un proyecto de Venezuela, lo que hay detrás de la MUD es un proyecto de negocio de las familias poderosas tradicionales y un proyecto político extranjero –estadounidense, para más señas– que está dispuesto a sacrificar la estabilidad del país por sus intereses particulares.
De ahí la pregunta: ¿qué tiene Capriles contra las clases medias? Tiene que no es uno de ellos, que las clases medias siempre son un objetivo de voto de la derecha que inmediatamente se traiciona, tiene que las clases medias, como hemos podido ver en España con el voto a Rajoy, terminan siendo los grandes olvidados de los que no tienen proyecto de país sino solamente proyecto electoral. La pregunta esencial es, en definitiva: ¿a quién dentro de Venezuela le interesa la desestabilización de Venezuela? Sin duda que no a las clases medias. Entonces ¿no es sensato obrar en consecuencia?
Ciudad Caracas