Vive instalado en la queja. Siempre que habla de las cosas que le suceden lo hace desde el dolor, desde la pena, el resentimiento, la disconformidad y la insatisfacción.
Se ve a sí mismo como una víctima. Una persona que vive en un mundo de hostilidad, que está sometida a las circunstancias de la vida y que no tiene ninguna capacidad ni para mejorar su situación, ni para alcanzar sus objetivos, ni para lograr mejores escenarios.
Dedica toda su energía a encontrar a los culpables de su infelicidad y a compararse con los demás. A veces se lamenta de sí mismo y se reconoce responsable de todo de una manera destructiva, resignándose a la idea de que él ha nacido así y de que ya es tarde para cambiar.
Ha conseguido encontrar espacios de confort dentro de la queja. Después de todo hay personas que simpatizan y empatizan con ese sentimiento. Algunos, haciendo un noble ejercicio de solidaridad, se vieron en la obligación de ayudarle y rescatarle. Sin embargo entraron en un juego peligroso y actualmente son motivo de sus quejas, pues no le ayudaron de la forma que a él le habría gustado. Recientemente pasaron a engrosar la lista negra de aquellos agresores que le impiden alcanzar la felicidad.
¿Qué pasaría si saliese de ese espacio? ¿Qué sucedería si reflexionase sobre la forma en la que está contribuyendo él mismo a esa situación? ¿Y si descubriese que es sólo su forma de pensar lo que le aleja de esa felicidad?