Revista Opinión
¿Por qué? Una pregunta corta, en silencio, sin respuesta, ahoga tu voz al contemplar esta escena. ¿Qué lleva a un ser humano, hecho del mismo material que tú y que yo, a tomar la decisión de morir de esta forma tan cruenta? Este tipo de suicidios no son actos íntimos, no se ejecutan en solitario, fuera de miradas morbosas. Quien así se inmola, busca exponerse, publicar su desesperación, mandar un mensaje a aquellos que aún estamos vivos. El suicida solipsista conversa con él mismo; el bonzo se comunica con el resto del mundo, grita su aciaga misiva a sus congéneres.Leí la noticia en un periódico: "La ola de inmolaciones de tibetanos a lo bonzo llega a Lhasa". El gobierno chino tacha de terroristas a los suicidas. En vez de analizar los hechos como síntomas de una grave enfermedad social, decide -en un signo más de su acostumbrado totalitarismo- estigmatizar a los bonzos como enemigos del Estado, alborotadores públicos, que generan disenso y pesimismo entre la población. Si no fuera por lo absurdo del acto, rematarían los cuerpos calcinados con un tiro ejemplar que aleccionara al vulgo, que dejara claro que el Estado está por encima de la libre voluntad. Decidir quemarse era quizá para estos hombres el único gesto de libre albedrío que les quedaba.La desesperación es un arma política de una fuerza imponderable. Su discurso es rotundo, definitivo; obliga al verdugo a enmudecer. No se puede ocultar la proclama fulminante que deja un cuerpo carbonizado, prendido a libre albedrío, sin control gubernamental.Cuando leemos estas noticias, tenemos la sensación de estar a miles de kilómetros, a cubierto de estar a tiro de tamaña desgracia. Pero si lo pensamos más de cerca, nos damos cuenta de que la desesperación solo es una cuestión de grado, un termómetro emocional, sensible al mínimo cambio ambiental que amenace nuestro bienestar. Una delgada línea separa la preocupación del desasosiego, el desasosiego de la angustia y la angustia de la desesperación. Nadie está a salvo de hacer explotar en cuestión de unos días su índice de resiliencia. Un muestreo estadístico de abril de 2012 revelaba que el pesimismo causado por la crisis había experimentado una significativa subida; el 37% de los ciudadanos está convencido de que la crisis económica irá sin duda a peor. A esto no solo contribuyen las contingencias reales de cada cual; también pone su grano de arena la inducción impenitente y machacona de los medios, radiando cada día, cada hora, la letanía aciaga del status quo. La constante repetición de estímulos que lanzan un mensaje pertinaz de pesimismo acaban limando hasta la alegría del más ingenuo creyente en la armonía celestial. El mismo Leibniz se levantaría de la tumba para corregir su famoso adagio.Ser ajeno a esta cantinela es casi imposible. Por ello, desconectar de esta faraónica maquinaria de meter miedo debiera constituir la gran empresa de nuestra vida, el objetivo al que mayor esfuerzo debiéramos entregar. No tanto para conseguir el nirvana estoico de la imperturbabilidad, cuanto para distinguir sabiamente aquello que realmente nos inquieta de aquellas otras emociones que vienen empaquetadas por los poderes establecidos, a fin de generar en nosotros un movimiento robotizado. Paulov dixit.Lo más que preocupa a cualquier agente socializador es ver entregados a los ciudadanos a actos genuinos de libertad; voliciones naturales, objetivables desde la conciencia, causadas ya sea por valores loables o por una azarosa determinación. Por esta razón, el gobierno chino teme a estos kamikazes improvisados; por esta razón, los medios de comunicación y los partidos políticos desconfían de cualquier movimiento social al que no puedan etiquetar con facilidad y aplicar así la correspondiente medicina. La libertad sin aditivos asusta, aterroriza a quien debe racionalizar la vida pública, y mucho más a quien pretende reeducar a la ciudadanía hacia un credo determinado o inducirle a consumir sus productos culturales.Ramón Besonías Román