Revista Cultura y Ocio
Cuando niño, mi abuela solía recogerme a la salida de la primaria, caminábamos un trecho por la colonia Santa María, tomábamos un autobús que recorría la avenida de los Insurgentes y nos llevaba al norte de la ciudad, en donde siempre hemos vivido.
El trayecto, tan extenso como cualquier otro en una urbe sobrepoblada, mi abuela lo recorría casi en silencio, relativamente atenta a los largos relatos de lo que me sucedía en las jornadas escolares, narraciones desordenadas y elípticas que siempre repetían personajes como en los seriales televisivos: las maestras, mis amigos, los conserjes, la cooperativa, el receso. Hasta donde puedo recordar, casi nada de lo narrado había pasado en realidad. Mis tramas eran, en su mayor parte, imaginarias, y en poca cuenta tenía si mi abuela tomaba por verídicas las casi siempre exageradas anécdotas. Me conformaba siempre con que no demostrara lo contrario.
Esta mañana, escribiendo, me he encontrado en blanco de pronto a la mitad de un cuento. La trama, que bosquejé varias veces desde el lunes anterior, describía a un hombre viudo obsesionado con la figura de Jules Renard al punto de convencerse de que la dura infancia del escritor francés había sido la detonante de su talento. El hombre de mi cuento, padre de un niño de cinco años, comienza entonces a educar al chiquillo con una dureza inaudita, convencido de que la imaginación del muchacho será un fruto directo de las privaciones más crueles.
Y así, a la mitad, el relato se esfumó. Me refugié entonces en materiales sobre el propio Renard –biografías, notas, comentarios críticos, una vieja edición Gallimard de sus diarios – y me encontré con una línea al azar: “¿Qué es nuestra imaginación comparada con la de un niño que intenta construir un ferrocarril con espárragos?”
Regresé al escritorio contaminado por la pregunta. Y sí ¿qué diablos era mi imaginación de novelista, anclada en documentos, anécdotas, borradores, técnicas, comparada con esa pasmosa naturalidad con la que, de niño, inventaba para mi abuela las más elaboradas tramas escolares? Nada, o para poco me servía ya. Hace unos minutos quise retomar el cuento. No pude. Arranqué la hoja y comencé a escribir esto.
Tiene su gracia: tal vez la época dorada de lo creativo no sea ningún siglo ni periodo de lo humano, sino la infancia de cualquiera. La niñez sería así el caldo de cultivo ideal para los textos mayores de la literatura, aunque para el momento en que uno alcanza la técnica, los medios, la disciplina y el interés de fabricarlos, el río hace tiempo que ha dejado de fluir; para entonces sólo se escribe para reaprender lo que ya una vez se supo, para aprender a imaginar y, en más de una forma, en aprender a ser crío otra vez, cursilerías aparte.
Supongo que envidiar a Strindberg o a Nietzche es más fácil que envidiar a Flaubert. Los primeros murieron locos, por lo que la membrana que los separaba de la niñez y su creatividad era bastante más delgada que la de Flaubert, que debió partirse el culo escribiendo ocho horas seguidas para terminar dos párrafos y cuya rutina se parece más a la de un obrero que a la de un iluminado.
¿No queremos por eso tanto a Rimbaud, que para imaginar sus mejores páginas no tuvo que regresar a ninguna infancia, pues ni siquiera había terminado de salir de ella? Arthur tenía nueve años cuando escribió la primera poesía que le sabemos, y diecisiete al publicarse su Carta del vidente. Aún a los veinte, la edad de las Iluminaciones, no había dejado de ser el niño que se escapaba de casa, recibía tundas, se escondía para fumar y vivía en pugna perpetua con su madre.
“En las tinieblas la imaginación es más activa que a plena luz”, dice Kant en algún lugar. Parece incorrecto equiparar a la niñez con una tiniebla (es más respetable sentarse en las rodillas de Milton y llorar por un “paraíso perdido”), pero lo es en un sentido positivo: cuando la penumbra no permite conocer lo que hay alrededor, no queda más remedio que imaginarlo; cuando uno crece y puede verlo todo a la luz de lo “real”, no queda nada más que imaginar.
El bendecido va que lee Los Viajes de Gulliver a los diez años se da permiso para imaginarse a liliputienses y yahoos le venga en gana; el que lo lee a los cuarenta va y busca en la enciclopedia fotografías de tribus nativas en las Antillas y Filipinas.
Un buen amigo le llama la “edad de la sabiduría infinita”, esa edad en la que uno comete la estupidez de creer entenderlo todo y que suele durar, aproximadamente, desde los diez años hasta medio minuto antes de dejar este mundo. En ese momento, supongo, uno sólo tendrá cabeza para preguntarse “¿Qué es lo que sigue?, ¿qué hay después?”, y entonces viene una angustia final, la de no poder recordar cómo era imaginar. Aunque tal vez sólo soy pesimista y es así como me gusta imaginarlo: epifánico, arrebatado, tremendista. Maldito Arthur Rimbaud.