Escribo después de casi dos semanas, agradecido, además, por la fidelidad de los lectores durante mi ausencia. Estuve fuera del país y me resultó imposible dedicarme a escribir unas horas para el blog.
Lo que pasaré a hacer ahora es a colgar poco a poco un texto no muy extenso que presenté hace algunos años en el II Simposio Metropolitano de Estudiantes de Filosofía de la PUCP. Dicho Simposio, cuyo nombre fue “La filosofía en la época del terror” (Giovanna Borradori –quien inauguró el simposio– había publicado un libro sobre el tema recientemente, en el cuál conversaba con Habermas y Derrida en torno al 11/9) me permitió pensar un poco en las consecuencias de ciertas aproximaciones al problema de la verdad cuando se trata de la reflexión religiosa. Anticipo que se trata de un texto muy introductorio y que escribe apenas en mi segundo año de estudios de pregrado. Como se imaginarán, muestra mi falta de experiencia y de agudeza en algunos puntos; sin embargo, conserva, en lo básico, lo más genuino de mis intereses, razón por la cual lo comparto, sin editar, con ustedes.
[...]
El trabajo que presento a continuación procurará brindar un acercamiento a la problemática de la verdad en el contexto del cristianismo. La reflexión que ofrezco es producto de una interpretación que tratará de mostrar las repercusiones prácticas de determinadas lecturas sobre la verdad en esta religión y sus vinculaciones con formas que apuntan a la acción ética y otras que se convierten en espacios para justificación de la violencia y el terror.
Para este fin iniciaré la exposición con una exégesis libre de algunos pasajes bíblicos los cuales explicitaran abiertamente mis tesis; en un segundo momento, procederé a buscar respaldo en algunos pasajes de San Agustín que tratarán de avalar mi propuesta hermenéutica; finalmente, expondré de modo muy escueto un amago de conclusión que intentará englobar lo dicho y proponer una ángulo importante para la reflexión en torno a la religión.
Procedo, entonces, al inicio de la exposición y para ello me situaré en el Evangelio de San Juan. Conocida es la escena: el juicio de Jesús ante Pilatos. Sin embargo, tiene la versión de Juan un matiz que los sinópticos no presentan y que se vuelve perfecta excusa para el desarrollo de mi hipótesis, a saber, una escueta pero absolutamente relevante disquisición en torno al tema de la verdad. Dice Jesús ante la pregunta de Pilatos:
“Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz.
Le dice Pilatos: ¿Qué es la verdad?”[1]
Los que conocen la cita podrán intuir por donde va mi interés. Después de enunciada la pregunta de Pilatos, la escena sigue. La pregunta del cónsul romano queda sin respuesta. Es aquí, pues, donde inicio mi indagación. Tres son los elementos en los que a mi juicio corresponde reparar: la encarnación implica testimoniar la verdad, hay algo así como ser-de-la-verdad y hay una pregunta que ha quedado sin respuesta. Desarrollemos estos tres puntos.
¿Qué es lo que implica que Jesús afirme de modo categórico que ha venido al mundo a dar testimonio de la verdad? Pues si atendemos a la tradición bíblica, la respuesta puede ir tornándose cada vez más clara. La experiencia del pueblo de Israel es la experiencia de la historia de la salvación, es la esperanza en el cumplimiento de la promesa hecha a Abraham desde antiguo. El pueblo judío recorre la historia con la esperanza de la llegada del Mesías que los salvará y aquí salvación es claramente liberación. Recuérdese con nitidez que uno de los hechos fundamentales de la experiencia de este pueblo consiste en la liberación de la esclavitud de Egipto. La memoria del éxodo impregna con fuerza las páginas de la Biblia: salvación es sin duda, liberación. Es en este contexto que resulta más inteligible la encarnación de Cristo y su predicación mesiánica. Sostiene G. Gutiérrez, por ejemplo:
“La obra de Cristo se inscribirá en este movimiento, llevándolo a su pleno cumplimiento. [...] es una nueva creación. Pero la obra de Cristo es presentada simultáneamente como una liberación del pecado y de todas sus consecuencias: el despojo, la injusticia, el odio; y al liberar, da cumplimiento —en forma inesperada— a las promesas de los profetas y crea un nuevo pueblo escogido [...]: en Cristo todo ha sido creado, todo ha sido salvado”[2].
Cristo, entonces, se encarna para salvar al pueblo de Dios, para liberarlo de las ataduras de la muerte de las cuáles ha permanecido prisionero desde la caída de los primeros padres. Ahora bien, esta salvación se inserta en un contexto muy claro, un contexto de acción concreta, de praxis. Cito el evangelio de Lucas:
“¿Qué está escrito en la Ley? ¿Cómo lees? [...] Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo”[3]
La égida de toda la Escritura está, pues, centrada en el amor, en el principio de la caridad. Es la práctica del amor el mandamiento constitutivo de toda experiencia de Dios, todo lo demás se desprende de él.
Retomemos, entonces, nuestro hilo argumentativo. Hemos contextualizado ya la encarnación del Hijo del hombre, toca ahora ver su rol en esta ejecución práctica del principio de la caridad. En este punto es decisivo entender lo que significa dar testimonio. Jesús es un predicador, es, como muchos pensaban, un profeta: denuncia el pecado y anuncia el Reino de Dios. Sin embargo, hay algo en él que lo distingue de los profetas que lo han precedido: es precisamente este nazareno aquel del cual todos los anteriores han dado testimonio. Si entendemos bien esto, hay dos conclusiones fundamentales que se desprenden, a saber: por un lado, la encarnación es la concreción del mensaje profético y, por el otro, lo es en la medida en que la ejecución misma de la predicación mesiánica constituye el fidedigno testimonio de la verdad anunciada a Abraham, de la prédica hecha por los profetas. Dicho de un modo más concluyente: la predicación y la obra de Jesús —términos indesligables en un cabal entendimiento del cristianismo— constituyen ellas mismas la puesta en práctica de la verdad. Es, pues, y quede dicho desde ya, la verdad un acontecimiento práctico, es ejecución. ¿De qué? De la caridad. Aquí está el vértice de toda comprensión fiel de las Escrituras. Verdad en contexto cristiano es caridad, es amor.
[1]
[2] Gutiérrez, G. Teología de la liberación. Perspectivas. Lima: CEP, 2005. pp. 254-255.
[3] Lc 25, 26-27. Nótese además que las cursivas son, a su vez, citas veterotestamentarias a Dt 6, 5 y Lv 19, 18, respectivamente.