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Al final, lo que sea, no está hecho. Y entonces caigo en un pozo sin salida: al ser “un pesado” nos olvidamos de lo que habría que hacer, y entramos en “mi estilo de dirección”. Con lo cual, al final, descubro que el problema NO es lo que habría que hacer. ¡Lo soy YO!
¿Soy un pesado? Es difícil juzgarse a uno mismo, y más en eso. ¿Debería aplicar otros sistemas? Sin duda, pero lo malo es que los que me sugieren suelen conllevar que “olvide el tema”, o el que “compre la conformidad”. También puedo ¡y vive Dios que se cómo hacerlo! iniciar una labor de persuasión lenta y suave, pero ¿y qué hacer si mientras los lobos nos devoran los talones?
¿Qué me preocupa? Dos cosas. La primera, mi convicción de que cuando un jefe encarga algo, eso debe ser hecho. Porque si encargo algo, y no se realiza, y lo consiento, mi credibilidad como jefe queda por los suelos, y la decisión de hacer, o no hacer, en manos del otro. Un jefe debe mandar pocas cosas, pero esas, han de realizarse.
Lo segundo que me inquieta, es que un adolescente dice ¡que pesado eres! Un profesional analiza las motivaciones del interlocutor, valora la importancia que el otro le da al tema, estima si es bueno dejar pasar o tratar de resolver, acepta o rechaza, negocia, ofrece soluciones alternativas, manifiesta posiciones. Un adulto descalifica solo en determinados momentos de la negociación, y con mucha prudencia, pues sabe que los “ataques a la persona” son siempre peligrosos. Un adulto sabe diferenciar lo que es “el tema” y quien lo enuncia o el modo en que lo enuncia.
Cuando alguien me dice ¡que pesado eres! automáticamente entiendo que estoy tratando con un adolescente. Y frente a esos, mi única respuesta es: “no sé quién es más pesado, el que insiste, o el que se resiste”.