Llego cansada, con el día marcado en mi hoja del calendario como uno más que va pasando, lento, despacio; camino hacia el final de este trimestre. Tengo examen mañana, oral, y me pregunto quién se los inventó, qué alma caprichosa decidió que debía primar la comodidad del profesor antes que la profesionalidad, la crítica o la investigación. Decido olvidarme. Compré un kilo de cerezas hoy en el mercado, para premiarme por mi poca gana de enfrentarme a la cara de mi profesor -y no derramar sobre él mi enojo, su falta de trabajo, su escaso interés por enseñar.
Me voy a la ducha, nocturna, abro el grifo despacio, con tiempo, hasta el final: agua muy caliente para no recordar que hoy ya no puedo más, el chorro casi hirviendo directo sobre las cervicales, riachuelos de vaho corriendo por el cristal de la ventana y humo desde mis hombros. No quiero salir, no quiero ver mis apuntes, no quiero saber que se me acumula otra vez trabajo ya atrasado del colegio. Él estará haciendo la cena ahora, tal vez, para dejarme así a mí unos minutos más enfrentada a mis esquemas, resúmenes, pinturas de colores marcando títulos y conceptos a recordar, ideando listas y dibujos como reglas mnemotécnicas. Me abrasa el agua en los hombros, la espalda, el punto de agudo dolor punzante de la espalda y pongo mi mente en blanco-yoga. No sé quién inventó los exámenes orales.