Revista Coaching

¿Quién manda aquí?

Por Bitacorarh

¿quién manda aquí?nuestras decisiones ejercen un poderoso efecto sobre nuestra manera de actuar. Cuando tomamos una decisión hay algo en nuestro interior que nos empuja a asumirla como correcta y adecuada y si para ello es necesario justificar lo injustificable, se justifica. Somos rehenes de nuestras decisiones, al igual que lo somos de las modas. Nuestra forma de consumir es altamente influenciable por el efecto que ejerce sobre nosotros lo que hagan los demás. Así surgen los grandes éxitos, los clubs de fans, los best sellers, el turismo, la moda,... Lo que hace “la manada” influye sobremanera en nuestros hábitos. Comportarnos como un rebaño es algo que nos define como personas y que nos asemeja a esos bancos de peces o grupos de aves que se mueven de forma sincronizada sin que haya nada evidente que determine dicho comportamiento.

 

Con nuestras decisiones ocurre algo similar al “efecto rebaño”. ¿Si nos fiamos de lo que hacen los demás, cómo no vamos a fiarnos de lo que hace alguien tan importante para nosotros como uno mismo?. Somos presa de lo que un día hicimos. Fiarnos de nuestras decisiones tiene una operativa similar a la de las modas, solo que en este caso quien determina qué hacer es lo que ya hemos hecho en otras situaciones similares.

Nuestra memoria tiene una gran facilidad para recordar las decisiones que toma, pero esta facilidad no se aplica a la hora de recordar nuestras emociones. Éstas son pasajeras y efímeras pero determinan, y mucho, nuestras decisiones. Cuando uno está contento sus decisiones se ven influenciadas por esta emoción positiva, lo mismo ocurre cuando uno está cabreado. En un atasco de tráfico la frustración de la pérdida de tiempo puede llevar a que cometamos cualquier tipo de infracción. Eso puede acarrear una multa o un accidente de tráfico. Con la distancia que el tiempo otorga recordaremos la multa o el arañazo del coche, pero no seremos capaces de identificar la emoción que nos impulsó.

 

Cuando una emoción hace su aparición en nuestro cerebro, ésta lleva a nuestro cuerpo a decidir qué tipo de actuación es la más adecuada. Estas decisiones son cortoplacistas y hay que tener mucho ojo con ellas porque en un porcentaje muy alto de ocasiones determinan nuestras actuaciones a largo plazo. Esclavos de lo que un día hicimos nuestro cerebro siempre vuelve al recuerdo de la decisión para saber qué hacer en una situación similar. Así surgen muchos de nuestros hábitos que nos convierten en víctimas de nuestro pasado. Todos sabemos lo difícil que resulta cambiar un hábito, y si no que se lo pregunten a un fumador. Alguien que un día comenzó a fumar empujado por una emoción concreta y que con el paso del tiempo desaparece pero deja un hábito que perdura en el tiempo sin que la emoción esté presente cada vez que se repite dicha acción.

 

Echarse atrás o cambiar algo que dicta la inercia resulta muy complicado porque supone un coste demasiado elevado para nuestra autoestima. Es tanto como reconocer que lo hemos estado haciendo durante tanto tiempo no era lo correcto. Pérdida de tiempo, incoherencia, falta de solidez y criterio, debilidad de carácter,... son demasiados los costes que nuestro cerebro considera para dejar de hacer algo que siempre ha estado en nuestros manuales de actuación. Equivocarse está muy mal visto y cambiar de opinión siempre es considerado como una muestra de fragilidad.

 

Es poco probable que pensemos en un cambio de decisión como un cambio en el estado de ánimo, como el surgimiento de una emoción que conduce a un resultado diferente. Mientras el resultado de nuestras decisiones tengan el peso de una losa sobre nuestras vidas, sería recomendable pararse a pensar en qué tipo de emoción es la que conduce nuestra toma de decisiones. Sería aconsejable tratar de asumirlas y recordarlas, y es por ello que el sabio consejo de no tomar decisiones influenciado por el calor de una emoción tiene todo el sentido que el sentido común siempre nos muestra. Las emociones, que como bien sabes son instantáneas, tienen un efecto a largo plazo. Subestimarlas es restarle importancia a la propia vida.


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