Aunque eso de robar no está bien, nos dicen desde chicos, piensen en un robo con allanamiento de morada, en el interior de un vehículo o de una cartera con dinero y documentación. No quiero hablar de ese tipo de robos, sino de las gamberradas que muchos y muchas cometían de adolescentes. Esa adrenalina tonta de decir que habías mangado algo de alguna tienda, un bar o alguna terraza, te sirviera o no. El caso era sustraer un objeto sin que te pillaran.
Me vino esto a la mente ayer al recordar una información de hace algunos años que afirmaba que u n 27% de los españoles reconocía haber robado alguna vez en una tienda, según una encuesta. Yo admito que no estuve nunca en ese porcentaje; siempre fui miedosa para eso, quizá pesara sobre mí la voz de mi madre diciéndome "no se roba" o, más seguro aún, que me trincaran con las manos en la masa. Sin embargo, lo que sí sucedió es que algunos de los objetos robados por gente de mi entorno cercano acabaron en mi casa, en mi coche o en mis manos. Tengo en la memoria recuerdos divertidísimos de historias absurdas. Siempre quise ser valiente para eso. Pero no pude.
Sucedió hace mil en un súper de Galicia, donde nos encontrábamos de viaje de fin de curso, cuando una de mis acompañantes pasó un queso de tetilla bajo su axila (cerca estaba de la suya) mientras pagaba un pedazo de Ribeiro al que había cambiado la etiqueta adhesiva (¡ay, aquella época!) por una de 150 pesetas. Lo logró. No se dieron cuenta en caja, ni de la tetilla ni del cambiazo de etiquetas. El queso llegó a Tenerife y resultó que estaba malísimo. Inutilidades de la vida.
En otra ocasión fui cómplice del robo de una banqueta de terraza que la sustractora no podía llevar a su casa, así que la metió en mi coche y yo la llevé a casa diciendo que estaba en la basura. "Pues es bonita, hija, qué suerte haberla encontrado". Ahí sigue, en pleno salón, como soporte de una bonita maceta (tampoco ha ejercido su función real, otra inutilidad de la vida).
Así también sucedió con servilleteros de bares, hatillos de periódicos a las puertas de bares a punto de abrir a las 6 de la mañana o aquella papaya de al menos 4 kilos que se encontraba en el interior de la barra y que iba directa a la licuadora para los zumos de madrugada que contrarrestaban los efectos del alcohol. La papaya por suerte no llegó a mis manos, pero sí algún que otro servilletero y más de un ejemplar de periódico. Su repartidora circunstancial emuló aquella noche a las películas americanas en las que un joven en bici lanzaba el tocho de papel prensa hacia el jardín de cada casa sin detener su transporte.
Sentí envidia en más de una ocasión de no tener el arrojo para poder lanzarme a tan excitante cometido. Lo intenté, pero siempre me quedé siendo la que sacaba la servilleta del servilletero ¡y ya!