Simon Johnson, Project Syndicate
El mundo está al borde de un enfrentamiento muy duro por los tipos de cambio, que ahora está llegando a afectar a la política comercial (el coqueteo de los Estados Unidos con el proteccionismo), a las actitudes para con las corrientes de capitales (nuevas restricciones en el Brasil, Tailandia y Corea del Sur) y al apoyo público a la mundialización económica (sentimientos xenófobos en aumento en todas partes). ¿Quién es el culpable de que esta situación se haya descontrolado tanto y qué es probable que ocurra a continuación?
Se suele plantear la cuestión preguntando si algunos países están “haciendo trampa” al mantener sus tipos de cambio infravalorados, con lo que impulsan sus exportaciones y limitan las importaciones, y qué ocurriría, si los bancos centrales dejaran flotar libremente su divisa local.
El culpable principal, según esa opinión habitual, es China, aunque el Fondo Monetario Internacional le sigue muy de cerca, pero, si se examina más ampliamente, la gravedad de la situación actual se debe primordialmente a la negativa de Europa a reformar la gobernación económica mundial, agravada por años de mala gestión política y autoengaño en los Estados Unidos.
No cabe duda de que China tiene alguna responsabilidad. En parte a propósito y en parte casualmente, hace un decenio, aproximadamente, China se encontró acumulando constantemente grandes cantidades de reservas de divisas gracias a un superávit comercial y a la intervención para comprar dólares que de ello resultaba. En la mayoría de los países, lo más probable es que semejante intervención habría hecho aumentar la inflación, porque el banco central emite divisa local a cambio de dólares, pero, como el sistema financiero chino sigue estrictamente controlado y las opciones de que disponen los inversores son muy limitadas, no ha habido las habituales consecuencias inflacionarias.
Gracias a ello, China cuenta con una capacidad sin precedentes –en el caso de una gran potencia comercial– para acumular reservas de divisas (que ahora se acercan a los tres billones de dólares). Su superávit por cuenta corriente alcanzó su punto máximo, antes de la crisis financiera de 2008, del 11 por ciento, aproximadamente, del PIB y su grupo de presión exportador está esforzándose denodadamente por mantener el tipo de cambio aproximadamente tal como está en relación con el dólar.
En principio, el FMI debe presionar a los países con tipos de cambio infravalorados para que dejen apreciarse a sus divisas. La retórica del Fondo ha sido ambiciosa, incluida la reciente reunión anual de sus accionistas –los bancos centrales y los ministros de Hacienda del mundo– que acaba de concluir en Washington, pero la realidad es que el FMI no tiene poder sobre China (ni sobre ningún otro país con un superávit por cuenta corriente): el comunicado final de la semana pasada fue probablemente el más flojo jamás formulado.
Lamentablemente, el FMI es culpable de algo más que arrogancia. Su gestión de la crisis financiera asiática en el período 1997-1998 se granjeó una profunda hostilidad de los principales países con mercados en ascenso e ingresos medios, que siguen convencidos de que al Fondo no le preocupan sus intereses. A este respecto, los países occidentales desempeñan un papel importante, porque cuentan con una representación exagerada en la Junta Ejecutiva del FMI y, pese a las súplicas recibidas, se niegan, sencillamente, a fusionar sus puestos para brindar a los mercados en ascenso una influencia mucho mayor.
A consecuencia de ello, los países con mercados en ascenso, para no verse en la necesidad de solicitar apoyo financiero al FMI en el futuro previsible, están siguiendo cada vez más el ejemplo de China e intentando conseguir también superávits por cuenta corriente. En la práctica, eso significa esfuerzos denodados para impedir que el valor de sus divisas se aprecie.
Pero una gran parte de la responsabilidad por los peligros económicos mundiales actuales recae en los Estados Unidos, por tres razones. En primer lugar, la mayoría de los mercados en ascenso notan presiones para la apreciación de sus divisas por el aumento de las entradas de capitales. A los inversores en el Brasil se les está ofreciendo el 11 por ciento, aproximadamente, de rendimiento, mientras que riesgos crediticios similares en los EE.UU. no rinden más de entre el dos y el tres por ciento. A muchos les parece una apuesta segura. Además, es probable que los tipos de los EE.UU. sigan bajos, porque su sistema financiero explosionó tan completamente (con la ayuda de los bancos europeos) y porque los tipos bajos siguen formando parte, por razones internas, de la combinación de políticas posteriores a la crisis.
En segundo lugar, los EE.UU. han tenido déficits por cuenta corriente en el pasado decenio, porque a la minoría política dirigente –republicana y demócrata– le preocupó cada vez menos el consumo excesivo. Dichos déficits facilitan los superávits que los mercados en ascenso, como, por ejemplo, China, desean acumular: las cuentas corrientes del mundo suman cero, por lo que, si un gran conjunto de países desea acumular un superávit, algún otro grande tendrá que acumular un déficit.
Algunos funcionaros destacados del gobierno de Bush solían decir que el déficit por cuenta corriente de los EE.UU. era un “regalo” al mundo exterior, pero, francamente, los EE.UU. han estado consumiendo excesivamente –viviendo muy por encima de sus posibilidades– durante el pasado decenio. La idea de que las reducciones de impuestos propiciarían aumentos de productividad y los déficits se financiarían por sí solos (y ajustarían el presupuesto) ha resultado totalmente ilusoria.
En tercer lugar, la corriente neta de capitales con destino a los EE.UUU. procede de los mercados en ascenso: eso es lo que significa tener superávits por cuenta corriente en los mercados en ascenso y un déficit en los EE.UU, pero la corriente bruta de capitales va de mercado en ascenso a mercado en ascenso por mediación de grandes bancos ahora implícitamente respaldados por el Estado tanto en los EE.UU. como en Europa. Desde la perspectiva de los inversores internacionales, los bancos que son “demasiado grandes para quebrar” son los lugares perfectos para colocar sus reservas... mientras el soberano de que se trate siga siendo solvente, pero, ¿qué harán esos bancos con los fondos?
Cuando en el decenio de 1970 se planteó una cuestión similar–el llamado “reciclaje de los superávits "procedentes del petróleo”–, los bancos de los centros financieros occidentales concedieron préstamos a América Latina, a la Polonia comunista y a la Rumania comunista. No fue una buena idea, pues su consecuencia fue la enorme (para aquella época) crisis de la deuda en 1982.
Ahora vamos camino de algo similar, pero en mayor escala. Los bancos y otros participantes financieros tienen toda clase de incentivos para cargar con el riesgo, mientras avanzamos en el ciclo: reciben los efectos positivos (este año los salarios en Wall Street van a volver a adquirir niveles sin precedentes) y los negativos corresponden a los contribuyentes.
Las “guerras de divisas” en sí son una simple escaramuza. El gran problema es el de que el núcleo del sistema financiero mundial ha pasado a ser inestable y la asunción de riesgo imprudente volverá a propiciar un gran daño colateral.
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Simon Johnson, ex economista jefe del FMI, es cofundador de una bitácora de economía, http://BaselineScenario.com, profesor en la Escuela Sloan del MIT e investigador superior en el Instituto Peterson de Economía Internacional.Una mirada no convencional al neoliberalismo y la globalización