Revista Sociedad
En 1976, Narciso Ibáñez Serrador dirigió una película de terror con este título. Simplificando el argumento, una ficticia isla mediterránea está solo habitada por niños. Los adultos fueron exterminados por niños y niñas poseídos de una extraña enfermedad. Los niños se hicieron los dueños, ante la total pasividad de los adultos, porque ... ¿quién puede matar a un niño?.
Estos días, la opinión pública en España está consternada por los hechos acaecidos en una pedanía de Almería, que condujeron a la desaparición y muerte de un niño de tan solo 8 años de edad. Un niño querido y apreciado por todos los que le conocían. Bueno, por todos menos por una persona, por lo que parece.
Hemos ido conociendo la peripecia de Ana Julia estos últimos años, desde que llegó a España hace ya algo más de dos décadas. Una hija suya, de tan solo cuatro años de edad, que se trajo desde República Dominicana, se tiró por la ventana al patio de luces, desde un séptimo piso en Burgos, donde vivían entonces. Un acontecimiento sospechoso que, con las esperables reticencias, no hubo más remedio que archivar judicialmente, justificándolo como desgraciado accidente.
En esa época, Ana Julia se había casado con un burgalés siete años mayor que ella, y con quien ya tenía otra hija en común.
Al hilo de la publicidad dada a la desaparición de Gabriel, han aparecido otros testimonios que apuntan en la dirección de dibujar a Ana Julia como una persona absolutamente guiada por sus intereses personales, al margen de cualquier otro tipo de consideración. Otra mujer de Burgos asegura que Ana Julia se aprovechó de su padre, muy enfermo y hoy ya fallecido, al que, entre otras cosas, arruinó por completo.
A falta de una confesión formal y de determinar la motivación del asesinato de Gabriel, parece bastante claro que Gabriel le molestaba a Ana Julia, para su intención de trasladarse a vivir a la República Dominicana con Ángel, el padre de Gabriel y actual pareja de Ana Julia.
La crónica negra motivada por delincuentes que anteponen sus intereses personales a cualquier otra consideración es muy amplia. Lo que ocurre es que la mayoría de asesinatos cometidos por esta jauría se acaban tildando de ajustes de cuentas o de eliminación de testigos peligrosos. Porque los muertos no muerden.
Sin ir más lejos, hace unos pocos días un hombre cayó abatido por diez disparos, estando al volante de su coche en el municipio de mayor renta per cápita de toda España. Diez disparos tan profesionales que su pareja, que ocupaba la posición del copiloto, resultó físicamente ilesa. El hilo de la investigación va por el camino de pensar en un ajuste de cuentas, en alguien que no pagó las deudas contraídas con gentes peligrosas, o algún argumento parecido de serie negra.
Grandes traficantes de cualquier cosa ilícita, o capos de cualquier mafia, tienen sobre sus espaldas, sin duda alguna, asesinatos de terceras personas que atentaban a sus intereses personales o grupales. Es casi inevitable que cualquier persona realmente poderosa tenga algún esqueleto en el armario.
Lo que convierte al asesinato de Gabriel en un hecho mediático es que la (presunta) autora no es alguien poderoso, siempre rodeado de abogados, que frecuenta los juzgados, sino que podría ser la vecina de rellano, o quien nos precede en la cola de la panadería.
Y, por supuesto, que la víctima es un niño de tan solo ocho años, cuya única culpa, sin duda, era su mera existencia.
Porque, ¿quién puede matar a un niño?.
JMBA