Vivimos en un mundo en el que las prisas son constantes, opresoras. Salimos de un lugar para meternos en otro. No hemos terminado de hacer algo y ya estamos pensando en la siguiente actividad. El tiempo de descanso se reduce, la tensión aumenta. Y no se cuidan las relaciones. En especial, las amistades, porque para la pareja se suelen garantizar unos mínimos; o por lo menos, se hace el esfuerzo. Sin embargo, esas personas, hombres y mujeres que nos alegran los días, que nos proponen planes, que están cuando todo lo demás falla, son los grandes olvidados. Generalizo porque veo mucha desgana. Una desgana que se acentúa a medida que vamos cumpliendo años.
En plena adolescencia, no pensaba si mis amigos de entonces estarían a mi lado cuando creciese; daba por hecho que así sería, quizá. Es posible que en el frenesí de aquella época (entradas, salidas, fiestas habituales, planes por doquier, fines de semana rurales), fuese complicado tener ni un solo minuto para reflexionar: pasabas el ochenta por ciento de tus momentos con ellos, esos compañeros de aventuras sin fin. Ahora, todo es radicalmente distinto. Hay personas que se alejan de ti casi sin que puedas percibirlo, hasta el punto de que dejas de verles y llegas a preguntarte cuándo ocurrió y el porqué. Otras ya no te aportan nada, ya sea porque vuestras personalidades han dejado de tener detalles en común o porque el aburrimiento ha cobrado un protagonismo preocupante.
En cualquier caso, lo peor a lo que puede enfrentarse una relación de amistad es el cambio, porque lo cierto es que las personas no sabemos convertir los cambios en algo positivo; o no siempre. Por norma general, nos cuesta adaptarnos a las nuevas circunstancias: un trabajo nuevo, el hecho de romper con una pareja de larga duración o tener que asumir mayores responsabilidades, solo por poner algunos ejemplos. En medio de la vorágine de sentimientos que se generan cuando las cosas cambian, a menudo no sabemos tratar a las personas que nos apoyan como se merecen. No les cuidamos en la misma medida que ellos nos cuidan a nosotros. Y frente a las modificaciones, la amistad puede reforzarse o morir, todo depende de la actitud de los dos. Y de las ganas de solucionar el problema, claro está.
Llegados a ese punto de desencuentro, lo más sencillo es sentarse a hablar para acercar posturas. Y es en ese instante, cuando incluso las amistades más fuertes se condenan a la extinción. Y explicaré porqué: todos odiamos, en mayor o menor grado, que nos digan verdades que duelen. Porque las verdades bonitas, esas cuyo único fin es regalarte el oído, siempre es grato escucharlas; pero las otras, mejor si se las ahorran. Nuestro ego es tan grande como nuestros errores e inversamente proporcional a nuestra capacidad de análisis. No somos objetivos cuando existe afecto de por medio y mucho menos, si esa amiga que nos siguió la corriente durante años, de repente se sale del camino marcado y nos escupe una realidad que queremos negar. En tales casos de sinceridad desesperada, solo salen airosas las personas humildes, capaces de ver más allá de su propio ombligo y de reconocer que lo hicieron fatal. Y, en ocasiones, ni con esas.
¿Quién no ha pedido perdón alguna vez y se ha topado de bruces con el gélido muro de la prepotencia más descarada? ¿Acaso alguno jamás se ha metido en una conversación sobre un tema espinoso y ha salido escaldado (y sin amigo)? Eso por no hablar de quienes nunca han visto lo que has hecho por ellos durante años, dado su egoísmo ilimitado, y que te eliminan de su agenda casi al mismo tiempo que de sus pensamientos. A pesar de los tintes negativos del asunto, no deja de ser un alivio descubrir a tiempo las cartas de los que no saben perder, porque eso nos permite retirarnos de la partida antes de dejarnos una fortuna. Porque no hay mal que por bien no venga y, si bien ahora tengo menos amigos que antes, éstos son muchísimo mejores. Y me soportan, que tiene su mérito.