Cristina fue diagnosticada de alzhéimer hace dos años y tuvo la generosidad de compartir su experiencia en el acto conmemorativo del Dia Mundial del Alzheimer organizado por FAFAL Madrid.
Cuando le comentamos la posibilidad de publicar su carta mostró su entusiasmo y la alegría de poder llegar a más personas que, como ella, están viviendo esta enfermedad.Su modo de vivirla y afrontarla es de una gran sabiduría y valentía. Este es un homenaje a ella y a su pareja quien cuida de ella irradiando ambos un optimismo y un compromiso digno de elogio.
Deseamos que su forma de vivir sea un aporte a disminuir los estigmas que rodean esta enfermedad y que os llegue al corazón tanto como a nosotros su presencia. Va por ellos y por todos los que estamos convencidos de que, aunque no se puede detener la enfermedad, si se puede aprender a convivir con ella.
Imagen FAFAL
Sol (cuidadora alzheimer), Cristina (Persona enferma alzheimer), Juan Jose y Rosa Brescané (Fafal)
Pero
bueno, todos vosotros conocéis bien cómo
se las gasta nuestro común amigo, el doctor Alzheimer, quien sería capaz de “robarme” medio
discurso.... Y no estoy dispuesta a
consentírselo.
Me
vais a disculpar también si hago una
primera referencia a mi madre. Cuando empecé a pensar en esta charla recurrí a
mis recuerdos y a los de mis hermanas, sobre aquellos largos años de su enfermedad, el imposible -entonces
inexistente- diagnóstico, su previsible evolución...
Los primeros síntomas con que
se empezó a manifestar la enfermedad fueron, ¿cómo decirlo?... sí, divertidos.
Como un día en que una de mis hermanas, que vivía fuera de Madrid, vino a pasar
unos días con ella. Cuando entró en la casa, mi madre la miró con cara extraña:
“¿Tú quien eres?” y cuando ella le
contestó: “Mamá, soy tu hija”, mi madre empezó a reir a carcajadas: “¿Cómo vas
a ser hija mia, tan gorda y tan vieja?”
O esta otra anécdota que me
contó una de mis hermanas, que vivía muy cerca de ella y pasaba a verla todos
los días. Mi hermana manejaba el dinero de la pensión que recibía mi madre, y
guardaba lo necesario para el consumo cotidiano en un cajón de un armario de la
habitación de mi madre. Un día se dio cuenta de que había gastado mucho mas
dinero de lo que podían suponer sus pequeños gastos habituales. Se quedó un
poco preocupada y unos días más tarde, cuando venía hacia su casa, contempló
estupefacta un grupo de varios mendigos y en el centro, mi madre, feliz,
repartiéndoles dinero a mansalva...
Cuando los despistes y las
actitudes extrañas se fueron haciendo habituales y cada vez mas fuertes,
consultamos a varios médicos, sin obtener ninguna respuesta más allá de:
“Bueno, será demencia senil”. Mi hermana insistía, porque había algo que no le
cuadraba... pero nadie le daba ninguna explicación convincente del trastorno de
mi madre, de sus “rarezas” y de la
rapidez con que avanzaba su demencia.
Y entonces, el 13 de mayo de
1987, murió Rita Hayworth y el nombre de Alzheimer resonó por primera vez, en
medio mundo y al fin pudimos poner nombre a aquellas “cosas raras” que mi madre
había empezado a hacer y así el Alzheimer se instaló oficialmente en nuestras
vidas por primera vez.
Volvimos a llevarla a varios
médicos, que confirmaron el diagnóstico de Alzheimer, pero en aquellos momentos,
no había nada que pudiera detener o al menos paliar los devastadores efectos
del proceso. Lentamente, fue perdiendo
su capacidad de andar, había que llevarla a la cama y volverla a sentar por las
mañanas... Y también su capacidad de hablar, de expresarse. No podíamos hacer
otra cosa que estar con ella, darle cariño, e ir contemplando, impotentes, su
deterioro progresivo y destructor, que duró bastantes años, hasta que falleció
en 1993.
Por eso, cuando años después
de la muerte de mi madre, empecé a notar los primeros síntomas, de “despiste”, de no recordar cosas vitales o
triviales, yo, que si de algo podía presumir, era de una memoria privilegiada,
supimos que se trataba de algo serio. Así
que enseguida decidimos iniciar el viaje “neurológico” de visitas
médicas, análisis, tests sin fin... que acabó conduciéndonos -como ya
sospechábamos- a la “sentencia” mas temida. La figura del doctor Alzheimer
había vuelto a asentarse en mi vida y en la de mi familia.
He de confesar que a pesar de
que el neurólogo, tuvo una delicadeza tremenda al comunicarme el resultado de
las pruebas, no pude evitar que se me resbalaran dos o tres lágrimas. Fueron
las últimas.
Durante los siguientes días
me dediqué a pensar sobre el futuro,
sobre cómo iba a ser el resto de mi vida, conviviendo con el odiado, el maldito
alemán, para tras mucho pensamiento, profundo, filosófico, mucho dar vueltas a
qué iba a ser de mi vida de ahí en adelante, volví a la simpleza maravillosa
del refranero y me dije: “Al mal tiempo, buena cara”.
Reconozco que los primeros
meses fueron muy duros. Aceptar y asumir aquello, cuando había vivido tan
dolorosamente la evolución de mi madre hacia la anulación personal, no era
tarea fácil.
Sin embargo, me dije, yo
tengo muchas ventajas sobre mi madre: en primer lugar, sé lo que tengo, no me
muevo en la niebla del miedo. En segundo lugar tengo medicación, una medicación
que me va a permitir ralentizar, al menos, parte de los terribles efectos que
mi madre sufrió desde un principio y me va a permitir desarrollar mi vida con
normalidad... o por lo menos me lo está permitiendo hasta ahora.
Tercer motivo: mis hijos, mi
marido, mis amigos... y yo misma, merecían que luchara. La depresión -como ya
sabía, de primera mano- no me iba a llevar a otro lugar que a la amargura y el
dolor, mio y, lo que era aún peor, de los que estaban a mi alrededor. Así que
puse manos a la obra.
Os confieso que nada de esto
lo he conseguido sola. Tengo a mi lado tres ángeles de la guarda que me
protejen cada minuto, que me impulsan a seguir sonriendo, a seguir viviendo. Mi
marido y nuestros dos hijos maravillosos que siguen siendo, cada día, el motor
mas poderoso para luchar contra la depresión y el desánimo.
Y mis amigos. Amigos
incondicionales con los que sé que cuento para cualquier cosa. Con ese bagaje ¿quién podría sentirse
deprimida?
Así que decidí que, si quería
sobrevivir, tenía que adaptarme a la nueva situación. Y, curiosamente, he ido
descubriendo que si eres capaz de reirte de tí misma, de tomarle el pelo al
maldito alemán, de hablar con naturalidad de tus problemas con todo el mundo,
de seguir manteniendo las actividades que te han gustado siempre, aunque las
hagas más lentamente, aunque te equivoques, aunque tengas que volver a
intentarlo una y otra vez...
Si eres capaz de todo eso, la
vida se vuelve más fácil y hay un millón de cosas de las que puedes disfrutar.
Y cuanto más tiras de tí misma hacia arriba, más fácilmente vas logrando
flotar. Eso sí, cada uno tiene que encontrar su propio camino.
Es cierto que hay que tener
conciencia de las limitaciones. Es evidente que hay muchas cosas que ya no
puedo, no debo hacer. Pero también lo es
que hay otras muchas que puedo seguir haciendo, siempre que sea prudente:
seguir dando paseos por mi pueblo, que es pequeño y no hay problemas de
perderse, pero eso sí, siempre con el móvil colgado al cuello.
Puedo seguir (y sigo)
haciendo fotografías a todo lo que se pone a tiro, puedo seguir (y sigo)
leyendo sin tasa ni medida... bueno, es cierto que tal vez ahora me cuesta un
poco más leer determinados libros, que a veces tengo que volver a releer
algunos pasajes o que se me olvida que ese señor que parece haber surgido de la
nada, está en la trama desde el principio.... minucias, que pueden solucionarse
facilmente, con volver atrás unas páginas.
En resumen. Tengo Alzheimer,
pero estoy aprendiendo, día a día, a aceptarlo, a “torearlo” lo mejor que
pueda. Y estoy dispuesta a disfrutar de mi vida, a emocionarme con una película
y enternecerme con un pasaje romántico de un libro, o sonreir a un niño que
juega en el parque. En una palabra estoy dispuesta a ser feliz, se ponga como
se ponga el maldito alemán.
Y quiero terminar de daros el
rollo. Yo, ya os dije, siempre he sido una “memoriona” de cuidado. De pequeña
me gustaba aprender poesías, algunas de las cuales todavía puedo recitar.
Preparando esta charla, me he acordado de un poema de aquellos años de mi
niñez, del poeta mexicano Amado Nervo, aunque por si las moscas, he decidido
traerla escrita... Empecé a escribirla y salió ella sola, sin ayuda. Luego
acudí a un libro para comprobar si era correcta y...¡¡bingo!!, lo era.
¿Porqué le llaman a la
imaginación la “loca de la casa”? ¿No sería ese nombre más apropiado para la
memoria?
Creo que merece la pena darle
una relectura. Y con ella, termino.
Ya cerca de mi ocaso, yo te bendigo,
vida,
porque nunca me diste ni esperanza fallida,
ni trabajos injustos, ni pena inmerecida;
porque veo al final de mi largo camino
que yo fui el arquitecto de
mi propio destino;
que si extraje las mieles o
la hiel de las cosas,
...Cierto, a mi lozanía va a seguir el invierno: ¡mas tú no me dijiste que mayo fuese eterno!
Hallé sin duda largas las noches de mis penas; mas no me prometiste tan sólo noches buenas; y en cambio tuve algunas santamente serenas...Amé, fui amado, el sol acarició mi faz. ¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!
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