Revista Moda
Yo siempre he querido ser de izquierdas. Mayormente por la cantidad de ventajas que tiene serlo. Para empezar está mucho mejor visto ser de izquierdas que de derechas. Peor aún si uno se autodefine como liberal reformista, que tiene más connotaciones religiosas que políticas.
Ser de izquierdas, así a secas, tiene la gran ventaja de que uno, sin tener que dar más explicaciones, está a favor de los pobres, los desfavorecidos por cualquier circunstancia, los menesterosos y cualquier subgrupo humano merecedor de pena o lástima. En otras palabras, que por ser de izquierdas uno ya es portador de una autoridad moral que lo protege de cualquier posibilidad de plantearse estar equivocado en cuanto a lo que opina.
Aunque lo más importante es que para ser de izquierdas no hace falta plantearse nada, simplemente hay que seguir las consignas izquierdistas al uso. No es necesario analizar datos, escrutar cifras o pensar en causas y consecuencias de una determinada postura política o económica, basta con alinearse con la posición generalmente aceptada por los gurús de la cuerda. Indudablemente eso ahorra mucho tiempo, esfuerzo y quebraderos inútiles de cabeza.
El pensamiento de izquierdas se simplifica al máximo y eso es una gran ventaja. Porque todo se vuelve blanco o negro y no hay tonos de gris, sino buenos y malos. Pongamos unos ejemplos prácticos para entenderlo mejor:
Judíos = malos Palestinos = buenos
Bancos = malos Cajas = buenos
Desarrollo = malo Ecologismo = bueno
Religión = mala Ideología = buena
Pinochet = malo Fidel Castro = bueno
Bush = malo Obama = bueno (hasta hace un mes)
Y así de fácil y cómodo todo. Lo cual resulta ser, como vengo diciendo, muy conveniente en esta sociedad nuestra.
A pesar de todas las ventajas, y los escasos o nulos inconvenientes, yo no he logrado ser de izquierdas. Tuve mi momento de debilidad en aquella lejana y tierna adolescencia de provincias, pero la fiebre se pasó muy pronto. Desafortunadamente. La cuestión es que no tardé en darme cuenta de que el estilo de vida de los izquierdistas, públicos y privados, que me rodeaban poco o nada tenía que ver con los dictados morales de su propia ideología.
Claro que desde que Víctor Manuel, el que algún día fuera cantante del régimen franquista, dijo aquello de “soy comunista, no gilipollas”, a todos nos quedó muy claro que la pátina de autoridad moral que recubre a las personas de izquierdas está a prueba de opiniones y comportamientos. Si se cree firmemente en la igualdad, ¿qué derecho tienen los demás para juzgar mi acomodado estilo de vida?. Porque la igualdad sirve para defenderla en la piel ajena, nunca para promulgarla en el ámbito personal: yo tengo más porque me lo he ganado y además soy de izquierdas.
La cuestión es que creo que a estas alturas de la vida no lo voy a conseguir. Por mucho que me empeño y pongo atención a lo que dicen los líderes y gurús de la izquierda, en cuanto analizo el discurso –quién me mandará a mi analizar ni cuestionar nada, procediendo de aquellos que cuentan con tanta autoridad moral-, empiezo a ver lagunas por todos lados y tengo que contradecirlos automáticamente.
Que nadie me malinterprete, no se trata de acusar a nadie de hipócrita. A lo que yo me refiero es a la sistemática ejecución que hacen los izquierdistas acomodados de los comportamientos contrarios a los que públicamente defienden. Lo cual es muy diferente, claro está.
¡Con lo fácil que lo ponen y no hay manera!. Hasta películas y documentales muy entretenidos y llenos de efectos especiales divulgan los nuevos intelectuales de la izquierda, pero yo me resisto a las incómodas verdades y a las denuncias en formato alta definición. Casualmente todas estas cintas generan pingües beneficios a sus izquierdistas autores, pero eso es sólo una disfunción del capitalismo, tan odiado por los que con más fruición recogen sus frutos.
Como digo, siempre he querido ser de izquierdas, el problema es que me estoy resistiendo demasiado, a pesar de los parabienes que depara a sus seguidores.