Hay enfermedades que no se doblegan a los poderes presentes y persisten pese a la velocidad de los tiempos. Se instalan allí donde ya no sirven las medidas paliativas y amenazan con ocupar los puestos donde debería reinar el entusiasmo y la diligencia. Una de estas enfermedades, que desde hace décadas yace instalada en los corazones de tantos ciudadanos, es el quietismo de quienes profesan que el mundo va mal pero no hacen nada para cambiarlo. Se dirigen a él con la parsimonia de que mira a su ombligo y piensa cómo salvarlo de ser salpicado. Es el quietismo de quien con actitud derrotista ya sólo piensa en disfrutar del sol de los fines de semana mientras ve el mundo desmoronarse bajo sus pies. Es el quietismo de quien se ve ninguneado por las autoridades competentes y ni siquiera levanta la mirada para decir, o profesar, o gritar: ¡no soy un "0"!
Pero lo que no deberíamos olvidar, como siguen enseñando los grandes narradores existencialistas, es que también somos responsables de lo que no hacemos, ni decimos, ni sentimos. También somos responsables de agachar la cabeza y seguir comportándonos como unos perfectos obedientes, que entre queja y queja, se suman a loca marcha por ver quién llega antes a la meta y obtiene el mejor resultado. Porque, señores, en esto se han convertido las grandes sociedades del conocimiento de nuestro país: en auténticas fábricas de hombres y mujeres resolutivos, debidamente adiestrados para informar, rellenar y obedecer órdenes que palmariamente atentan contra el sentido común y el buen hacer de las personas.
Unas órdenes que, no lo olvidemos, están hechas solo para ser obedecidas.