Me desafío de nuevo a la hiperconsciencia de los no-finales. Como Tulia, estamos abocadas a los regresos no sucedidos. Pero la dualidad de “me quedo o me voy” ya no me hace herida. Hoy no quiero otra cosa distinta de lo que vivo. Hay un profundo amor que me llega de todas las maneras y formas posibles, en todos sus estados. El flujo sincrónico se ha puesto en marcha: sueño con alguien que ha de venir, y viene. Escribo a personas que me estaban pensando. Encuentro en las calles de Quito a viajeros de citas imprevistas. Hablamos de cafeteras italianas y aparecen. Un abrazo con alguien que me crucé un año atrás en esta ciudad repetida y pertenecida me trae un plato de comida. Escucho la misma canción que tú escuchas a 3000 kilómetros de distancia. Le lanzo una palabra al aire a un desconocido y después la noche ocurre entre cuerpos cálidos y fraternales que se abrazan sin tocarse. El amor como base. En el proceso de despojarnos de las pieles que nos cubren una sobre otra sin dejarnos ver la realidad del asunto de vivir, separamos el sexo, la ternura, el cariño, la posesión y los celos de su núcleo vital y entonces, limpio y suave, sorprendente y más grande que nunca: el amor. Ya estaba ahí antes, no es cuestión de luces divinas, pero estábamos ocupados mirándonos en el futuro hipotético de lo por venir.
Ciudad de Quito como resistencia. Una vez recorrida la cordillera cuesta abajo y cuesta arriba me siento en casa en cualquier lugar. Me apropio de los versos de Eider Elizegui porque me definen: “Ocupo poco espacio en el mundo / Las cosas que no tengo ensanchan mi riqueza / Saboreo la liviana dulzura de sentirme portátil / Esté donde esté, siempre estoy en casa.” Entiendo que regalar un jersey granate tiene un significado enorme, como cuando prendí cuadernos en las manos-ciudad de Buenos Aires: es una posibilidad de hacer magia y de sembrar una semilla invisible en los cuerpos confundidos. “Be strong” cosido en la etiqueta para que una mujer-conciencia sepa abandonar los naranjos al costado de su viaje y fluya de nuevo. Después abro un armario doce horas hacia el norte y me visto de chica de veintiséis años. Al borde de la calle un cigarrillo a la mitad, un taxi y un concierto. Los labios pintados como forma de reencuentro con algo antiguo: la preponderancia del detalle lleno de significado. Adoptar un escritorio y retomar los rituales de un patio de casa de poetas: pan con mantequilla, café con leche, canciones cómplices entre nosotras. Una vez un chico me preguntó si no sentía que entre las mujeres siempre existía una especie de competición o de resquemor. Sentí que me hacía preguntas para adolescentes. No sé qué respondí pero ahora sé que soy hermana de todas las mujeres sobre la Tierra y que son sus manos las que me salvan cuando vuelo demasiado alto.
Hoy la escritura se produce después de cumplir las promesas y de resignificar una canción hermosa. Tiemblo porque me creía un ser sin raíces y estaba equivocada. Emprendo un viaje de retorno en 27 días y quiero dedicar cada uno de ellos a los detalles. Por ejemplo: el vaivén de un silloncito colgado de los postes de madera en la casa de Jazz mientras le sostengo la mirada a un desconocido que dice canciones de entrevoz. Por ejemplo: tamborilear con los dedos sobre el piso solo para formar parte de la música (lo único en lo que desearía convertirme si no fuera esto que soy). Por ejemplo: que los minutos hayan dejado de correr porque, por fin, hacemos las paces después de tantos años persiguiéndonos el tiempo y yo.
Un volcán entra en erupción y esta vez no hay metáfora sino fotografías en los periódicos de las cenizas cubriendo el centro del mundo.
Para olvidarlo escuchamos un blues. Y después una guitarra en una funda: “¿no tocas?”
—Ya cierran.
—Entonces toquemos en la casa. Porque sí. No escucharemos a las madres que dicen de violaciones y raptos, venid con nosotras.
—Folclore argentino y canciones de los Beatles, ¿os va bien?
Y por la mañana entender que es tan sencillo inundarse de las respiraciones de los otros sin esperar de la noche nada más que una vela encendida, una carcajada, unas notas de guitarra, un cigarrillo a compartir por todas las bocas. O mejor nada en absoluto. Los ojos cerrados.
Después de la medicina sentí que escribir ya no me dolía como cuando los músculos que se agrietan. Que si no escribo no voy a desaparecer o a perder la memoria. Por eso escribo más que nunca desde que la ruta me encontró sola pero nunca sola sino contigo y conmigo y con las páginas en blanco y con la selva y las piedras las aves la costanera blanca. Nunca sola.
Le dije a J cuando nos abrazamos en la plaza con la mochila puesta que iba a sentir una carencia de amor cuando me fuera de ellos. Que me había hecho adicta, sin querer, a los abrazos, las caricias, el amor regalado y sin intención: completo. En Quito también hay espaldas, cuellos, manos. Y en España. Que haya carencias de amor en algún cuerpo es tan ilógico: también forma parte de la abundancia. Por eso erigimos un altar para el San Pedro bajo los naranjos que se abrazan y lo llenamos de joyas y de frutas y de besos. Para que la abundancia permanezca entre nosotros.
Una vez invertí 650 euros en un billete de avión. Fue el mejor dinero invertido en toda mi vida: la ha transformado por completo.
Me doy cuenta a tiempo.
Este texto forma parte del desafío 27 días de retorno.
Hice otro desafío de 30 días en mayo de 2013 y conocí la hiperconsciencia. Puedes leerlo aquí.
Tulia también está regresando. A ella me uno en este viaje al origen.
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