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“Uno, dos, tres, cuatro y a la cuenta de cinco verás cómo una imagen aparece en tu mente.”
Cierro forzosamente mis ojos y espero la respuesta del otro lado de la ventana que hay en algún lugar detrás de mis ojos.
Me inunda una imagen negra y vacía; negra y llena de todo. La nada misma . . . o la persiana que estaba cerrada.
Es casi una obviedad esa imagen para mí. Es decir, un lienzo oscuro y apretado, que de tan cerca que está, casi no permite respirar.
Lo reconozco, soy nula en estos menesteres de la meditación, visualización, respiración programada y otras yerbas de ese tipo.
Intentaron alguna vez ver un campo verde al final de una clase de yoga?
El secreto –dicen- está en no forzar. Es decir, no fruncir por demás los ojos ni en dar mensajes dictatoriales a la mente, para que el campo en vez de verse violeta sea verde.
Este es más o menos el concepto trucho de fluir. Usar el control para cambiar los canales de televisor o prender el aire acondicionado, pero no para visualizar.
Al minuto de haber escuchado cinco, la habitación dentro de mi mente seguía oscura y cerrada. Entonces la llené con pensamientos absurdos sobre el ejercicio.
Había imaginado que sería algo así como una regresión que me trasladaría a un estado hipnótico en donde me desnucaría –simbólicamente claro- y perdería el conocimiento. También pensé que para tal cuestión tendría que haber activado el grabador de mi celular. No fuera que recordara algún evento realmente traumático y determinante y se perdiera en alguna clase de secreto profesional. No sería la primera ni última vez que a un paciente le niegan la verdad.
Pero si es que la verdad está universalmente negada!
Abro los ojos y me confieso: no he visto nada. Ni siquiera un atisbo de rayo de luz infiltrado entre alguna pestaña o alguno de esos puntitos luminosos que parecen luciérnagas de colores.
Lamentablemente siempre hay una explicación, un intento de homicidio a nuestras creencias, alguien que habla de más y se atreve a jugar con nuestras dudas, y nosotros, –desarmados- lo permitimos todo.
Pues que no he visto nada!
Pues que sí.
Pues que respiro diez segundos y me pongo la vacuna para no escuchar boludeces, pero tarda en hacer efecto y escucho. . .
La misma voz que supo contar del uno al cinco hace tan sólo unos minutos se aventura a decir –sin sospechar que sus palabras lo condenarían a muerte- que mi viaje astral de diez milésimas de segundo se remontaba a mucho pero mucho tiempo atrás. Digamos unos cuarenta y pico de años?
Veamos a la que les escribe, sana y salva, en un medio oscuro . . . será uno de los famosos agujeros negros de Carl Sagán? No, no; era una panza, la de mi progenitora, es decir la antecesora a mi persona en este árbol genealógico deforme y amputado, en donde he quedado como testigo casual de la continuidad de mi especie.
Un escalofrío recorrió mis brazos, fue inevitable. Me podría haber sentido más segura en cualquier otro rincón del planeta donde circulara aire. Una extraña fuerza comenzó a oprimir mi garganta y tuve que admitir que la vacuna no había hecho efecto, estaba tan impresionada como apresurada en salir de esa falsa impresión.
Lo más coherente que había escuchado esa tarde en esa habitación extraña, había sido la cuenta que me llevaba del primero al quinto piso, cerca de la azotea en donde hilvané algunas ideas sobre oscuridades, despertares en lugares absolutos, ahogos contenidos y palabras sin sonido.
Desde la azotea de mi mente es que me tiré de panza al vacío, y al abrir los ojos el ochenta por ciento de mi alma se llenó de luz exterior. La sensación térmica volvió a templado, y de ese lugar en donde estuve divagando nadie sabrá nunca.