Revista Opinión
Es conocido que todo lo relativo al proceso independentista suscita un gran interés político y mediático. Al respecto, no es ningún secreto que las maquinarias de propaganda de las dos partes del conflicto funcionan al 200% porque saben lo que hay en juego. En este caso, como en tantos otros, los símbolos son utilizados para condensar complejos mensajes destinados a conseguir adhesiones a esa causa. De esta manera, los lazos amarillos, actualmente usados para reivindicar la liberación de los presos políticos catalanes, están en el centro de la polémica. Por otra parte, es comprensible que estos lazos tengan sus defensores y sus detractores. Esto es lo que ocurre con cualquier simbología política, la cual aunque pueda poner al descubierto ciertas divisiones, sirve también para que las distintas sensibilidades políticas de una sociedad sean representadas.
De este modo, la libertad de expresión es la que permite que concurran multitud de símbolos, dado que éstos son importantes para atraer nuevas personas hacia sus proyectos políticos, así como para dotarles de más visibilidad. Ahora bien, hay que considerar que esta libertad de expresión es fundamentalmente una libertad de creación y/o de difusión de pensamientos e ideas (mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción[1]), lo que significa que está pensada, igual que el resto de derechos, para ser ejercida en positivo. Este elemento es el que permite que la colocación de símbolos esté amparada por esa libertad de expresión, puesto que se trata de la libre manifestación de unas determinadas ideas políticas. No obstante, si alguien retira unos símbolos, como pasa con los lazos amarillos en Cataluña, ¿estaría ejerciendo también su libertad de expresión?
Para responder esta pregunta convendría recordar de nuevo que este derecho debe ejercerse en positivo, es decir mediante escritos u otros medios. Por consiguiente, esta libertad plantea un escenario en el que la población convive con numerosos mensajes políticos, entre los cuales habrá algunos que no serán compartidos por la totalidad de la población. Con todo, ¿este hecho es suficiente para impedir la difusión de estos mensajes? ¡En absoluto! En un régimen de libertades, cuando no se está de acuerdo con un mensaje, éste debería ser respondido por otro distinto. En consecuencia, es difícil entender la retirada de símbolos como una manifestación de la libertad de expresión, porque ésta es más bien una valoración unilateral de alguien que prefiere que este mensaje no llegue a los demás. Esta conducta, ya que justamente es lo que hace un censor, se encuentra más cerca de la censura.
En otro orden de cosas, tampoco debe asustarnos que los espacios públicos se conviertan a su vez en espacios políticos, pues la democracia es cuando la política alcanza a la mayoría y no solo a las élites. En todo caso, sí es necesario plantear la siguiente cuestión: ¿qué sucede cuando esos lazos se colocan en una propiedad privada? Ahí conviene sopesar el derecho de propiedad frente al de libertad de expresión y valorar cada caso. Pese a ello, bajo estas circunstancias, es previsible que el derecho de libertad de expresión generalmente prevalezca, dado que la propia Constitución ya lo sitúa en un enclave de mayor importancia[2].
Por tanto, en resumidas cuentas, si alguien no está de acuerdo con los lazos amarillos existe un amplio abanico de colores que puede utilizar si desea poner otros lazos. Asimismo, puede defender sus postulados en contra del independentismo e incluso cuestionar la existencia de presos políticos usando pancartas u otros medios para difundir este mensaje político. ¡Eso es libertad de expresión! Ahora bien, cuando se quitan los mensajes con los que no se está de acuerdo, aunque se intente justificar de muchas maneras (también se ha hecho desde discursos pseudo ecologistas), lo que se está haciendo en realidad es ejercer la censura.Volver a la sección de actualidad
[1] Artículo 20.1a de la Constitución española[2] La Constitución recoge la libertad de expresión (art.20) en la Sección primera, Capítulo segundo del Título I, cuya reforma exigiría el procedimiento agravado (168). Mientras que, el derecho de propiedad (33) está en la Sección segunda, cuya reforma se tramita por el procedimiento común (167).