Revista Opinión
Si quiere Rajoy, el atroz suplicio de millones de personas se atrasará hasta que pasen las elecciones en Galicia y el país vasco y no exista ya peligro de que la palabra rescate hunda sus perspectivas electorales.
Decía lord Acton: el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente.
Pero ¿qué es el poder y cómo corrompe?
Resumiendo mucho, el poder es la facultad de hacer algo. Y todos, aún los más míseros, que no miserables, tenemos alguno. Ese pobre hombre que vive ya sólo a expensas de lo que a los contenedores tiran los otros, también tiene un sólo, único poder: tirarse por ese desnivel y acabar con todo. ¿Por qué no lo hace?
Tal vez sea por miedo a no matarse del todo y que su existencia sea aún peor o acaso el miedo ése tan espantoso a lo absolutamente desconocido porque somos muchos los que pensamos ya que nuestra vida puede empeorar ineluctablemente.
Pero existe también, desgraciadamente para todos nosotros, los desterrados, los hijos de Eva, un poder mucho más alevoso y criminal del que ayer escribíamos, ése poder político que no tiene otro objetivo que el propio engrandecimiento personal, porque un tipo supermultimillonario, como Rajoy, ¿qué coño quiere más?
¿La gloria, pero si se está cubriendo de mierda y él lo sabe?
¿Entonces?
Sí, señor, lo ha adivinado usted: el poder por el poder.
Lo está pasando mal, ha adelgazado muchísimo, cuesta comprender como un tío con esas enormes responsabilidades logra incluso dormir.
Pero dicen los que lo han experimentado, en la medida en que lo hayan hecho, que es seguramente el mayor de todos los placeres del mundo, ése de saber que todo depende de lo que a ti se te ocurra decidir.
O sea que enviar a la miseria, al hambre y a la más absoluta desesperación a millares, a millones de personas, puede resultar agradable incluso para tíos que no sean psicópatas, ¿o es que lo son?
O tal vez el secreto se halla en esa sencilla pero tan terrible afirmación de lord Acton: el poder corrompe.
Tal vez, en lo más hondo del alma humana, subyace ese afán de saborear el dolor ajeno, una manera de aproximarse a los dioses.
Casi todos nosotros tenemos enemigos. Hasta el punto de que el que no los tiene tal vez sea porque, realmente, no exista.
Yo conscientemente no he hecho nunca mal a nadie y las pocas veces que, por error, he perjudicado a alguien lo he corregido inmediatamente.
Lo que no significa que sea uno de esos tontos de baba.
Sé, creo que lo he sabido siempre, con quién me juego realmente los cuartos, cuando trabajaba 7 horas diarias en la Telefónica y cuando pasaba casi todo mi tiempo en los pasillos de los juzgados.
Fui un jodido proscrito en ambos ambientes y la mayor parte de mis compañeros se aprovecharon inicuamente de mí, utilizaron mi vocación de servicio a los demás para que me dieran en la propia cara casi todas las hostias.
Fui, he sido y seguramente seré siempre, todavía, aún, perseguido por ello, a veces, la jodida persecución se detenía en la simple maledicencia, en el insulto zafio y ramplón, pero muchas, muchas veces se llegó incluso a la agresión física.
No soy, ni mucho menos, masoquista, tengo demasiada sensibilidad física, de modo que los golpes recibidos no me agradaban, pero nunca los rehuí a cambio de la indignidad.
Casi siempre he sido perseguido, en todos los ambientes, y creo que aún lo soy, puesto que cotidianamente me expulsan de algunos de los sitios a los que acudo a debatir. Y no ha sido sólo en los llamados ambientes retrógrados sino en algunos que se consideraban a sí mismos el colmo de la progresión.
Es por eso por lo que no hago caso a mis mejores amigos, que me aconsejan que emplee el poco tiempo que me queda en ver cine.
No tengo tiempo. Creo que mi principal, si no única, obligación es luchar cada día en la medida de mis escasas fuerzas porque este mundo sea un poco mejor.
Lo contrario que hacen ésos que, como Rajoy, son absolutamente poderosos.