Revista Cine
El emperador Kurosawa sin su lobo-samurái Toshiro Mifune vuelve adaptar una obra de Shakespeare, El rey Lear, como ya hiciera en Trono de sangre (1957). Y menuda obra, con un toque particular y con referencias a la historia del Japón feudal del siglo XVI. Desde el minuto uno Kurosawa, en todo su esplendor, nos devasta y deleita con una fotografía espectacular rebosante de color, desde la cacería inicial a la épica batalla que se sucede a la hora de metraje, y que nos desborda sin aliento hasta la última campaña. Lo mejor de Ran, la mayor parte de la película, pero sobre todo la primera batalla, con una banda sonora deslumbrante, con un vaivén de fieles samuráis portando sus símbolos de guerra que aparecen surgidos de la ira, deslealtad, codicia y afán destructivo de los señores de la guerra que olvidan los códigos de conducta samurái, y envuelta en un halo de oscuridad la hacen memorable, ofreciéndonos un espectáculo visual. Pero la cosa no queda ahí, sigue aportando aquello que es imperecedero, la condición humana, el ansia de poder, la creencia en un ser supremo que parece existir y que deja que el hombre siga su camino de pecado pero que sin embargo deja su sello protector.
MIGUEL ÁNGEL ACOSTA RODRÍGUEZ
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