Revista Cine
Con aires casi aristocráticos y elegante porte, Walsh derrochaba estilo con la clase que le conferían sus accesorios: bastón, pañuelo en el pecho, bigotillo y, sobre todo, un parche negro en el ojo, que delataba la importancia que le daba a una más que cuidada imagen, pues no era tuerto, siendo uno de los míticos directores que llevaban parche sin serlo, como André de Toth (el único que sí lo era), John Ford o Fritz Lang, al que también le dio por ponerse monóculo. Desde que se puso manos a la obra con el cine mudo, Walsh mostró su inigualable calidad tras las cámaras, primero siendo habitual colaborador en las películas de D.W. Griffith, y años más tardes tomando personalmente el mando en obras como El ladrón de Bagdad (1924), una adaptación personal de los relatos de Las mil y una noches y Los amantes de carmen (1927), con Victor McLaglen haciendo de torero. Estas películas fueron tan sólo un anticipo de lo que después vendría con la llegada del cine sonoro, dándose a conocer como un director de género, pero del género que le diera la gana, ya fuera western, bélico, drama, cine negro... cualquiera de estos campos dominaba con inusitada soltura, sacándose de la chistera verdaderas obras maestras y haciendo olvidar de un plumazo el adjetivo de artesano, utilizado tan a menudo para menospreciar a algunos directores. En cuanto al cine de aventuras, realizó dos películas ambientadas en el mar protagonizadas por Gregory Peck, El hidalgo de los mares (1951) y El mundo en sus manos (1952), esta última con un humor un tanto ingenuo y simple que se hace hasta incómodo, pero buena película al fin y al cabo, y con un Anthony Quinn maravilloso haciendo de El Portugués. Con Errol Flynn, uno de sus actores fetiche, hizo un buen puñado de películas y ninguna mala. Desde la biografía del boxeador James J. Corbett en Gentleman Jim (1942) hasta Objetivo: Birmania (1945), en la que acorralaba a Flynn en una jungla atestada de japoneses, pasando por otro film bélico como Jornada Desesperada (1942) y, para mi gusto, la mejor película de ambos: Murieron con las botas puestas (1941), en la que se realiza un tratamiento romántico de la figura del general Custer, un héroe para algunos y un loco asesino para otros. También supo moverse con excelencia en el cine negro, retratando la imagen de los más ambiciosos gángsters durante la época de La Ley Seca, como el interpretado por James Cagney en Los violentos años veinte (1939) y, retomando la misma senda diez años después en Al rojo vivo, de nuevo con un Cagney, si cabe, más visceral y agresivo. Imagino que alguna película mala tendrá dentro una filmografía de más de cien películas, sin embargo, he tenido la buena suerte de no tropezarme con ninguna. No estaría muy sano si me las hubiera visto todas, pero de las siete u ocho que sí vi, puedo decir que la peor que he visto era entretenida y, si algún día me encuentro con algún pestiño con su firma, dudo mucho que desluzca una filmografía al alcance de pocos.