Por Dani Arrébola
Merece la pena el “reset” fraternal de Aina Clotet
En su ópera prima Lluvia en los zapatos (1998), Maria Ripoll ya dejó bien marcados los rasgos comunes que se irían sucediendo en sus obras. La directora catalana, que se pasó un largo tiempo estudiando al otro lado del charco, en la American Film Institute, ha ido perfilando en su filmografía, retratos de personajes corrientes que se han visto asaltados por dudas y temores a medida que se enfrentan a sus destinos. Usualmente, estas inquietudes que afectan a la inmensa mayoría de los humanos, las ha envuelto Ripoll con dosis de humor en comedias románticas como la americana Tortilla soup (2001) o en Tu vida en 65′ (2006). Aunque, en los últimos años, como ya demostró en la más que aceptable Utopía (2005), Ripoll ha sabido contar historias duras, con garra y pulso, en thrillers y auténticos dramas, y a este último grupo pertenece su último estreno y el cual ha tenido que sudar lo que no está escrito para sacarlo adelante: Rastros de sándalo.

Nos encontramos ante un filme que te habla de muchas cosas y todas ellas muy serias: el amor fraternal, la solidaridad, la adopción, la multiculturalidad y una búsqueda iniciática tanto física como emocional que se configura como el auténtico eje de la trama. Ahora bien, la película nos cuenta toda esta “masa” tan seria, de una forma en la que, seguramente y conociendo su recorrido, a Ripoll le podríamos pedir algo más, con tal de conmovernos y conectar con lo que pueda pasar por la cabeza de esas dos hermanas. Sin embargo, sería igual de justo indicar, como contraprestación al vacío de intensidad emocional, aquello que sí te ofrece como un plus la directora, que es capaz de apartar, mediante ciertas dosis de espontaneidad, todo el lodo de lagrimera que amenazaba con salpicar en los primeros compases de la cinta.

Rastros de sándalo es una cinta que, a pesar de sus vicios, salva con un aprobado sus buenas intenciones y que plasma tras la pantalla todos los litros de sudor y esmero que empleó su equipo de producción y artístico. Merece la pena ver despejarse a Aina Clotet por las calles de El Raval, y contemplarla por el Maremagnum mientras realiza su “reset” vital y fraternal. En esta ocasión, no saldrás de la sala con esa horrible sensación de haber perdido el tiempo y el dinero.