El último año de mi vida estoy escuchando con frecuencia que nada sucede por casualidad, sino por sincronicidad; es decir, y según Carl Gustav Jung, que dos acontecimientos coinciden por su contenido, en una especie de azar creativo. Complicado, ¿verdad? al final acaba siendo una cuestión de fe. El asunto es que decidí leer La feria de las tinieblas (1962) de Ray Bradbury por dos razones: lo bien que escribe, y que había me había hecho el propósito de transitar las sendas literarias del misterio y el terror. Y es aquí donde tiene cabida la sincronicidad. Veamos.
Bradbury narra el cambio en la personalidad de un hombre maduro. Sí, ya sé que las reseñas repetitivas hablan de La feria de las tinieblas como el proceso de maduración de dos niños de trece años. Pero eso sería demasiado fácil. Bradbury usa el contraste entre el deseo de los críos por tener veinte años –edad que se figuran mágica-, con la madurez del padre de uno de ellos, capaz de asimilar el paso natural del tiempo como una bendición, no como una crueldad de la naturaleza. Este hombre pasa de ser un silencioso y neutro bibliotecario, a un hombre que toma las riendas de su vida con decisión, que se descubre como una persona que se sobrepone a las dificultades, que encara la vida, donde los “y si hubiera…” que a todos se pasan por la cabeza no son tan importantes, porque supone despreciar lo que hemos hecho y lo que tenemos.
Pero Bradbury era un genio. Para contar el contraste lo envuelve en una historia mágica, repleta de personajes completos y complejos, en un escenario que luego ha sido copiado muchas veces: la feria en un pequeño pueblo norteamericano. Y en esa feria hay dos elementos clave: la noria del tiempo, que envejece o rejuvenece a quien se sube, y Dark, el hombre ilustrado (tengo pendiente la lectura de El hombre ilustrado), que tiraniza a un grupo de gente extraña que puebla las atracciones. Por cierto, la novela ha sido llevada al cine y parece que volverá a suceder. Su influencia es grande; de hecho, la cuarta temporada de la serie Héroes estaba basada descaradamente en La feria de las tinieblas. No es la primera vez, y no será la última.
No voy a resumir el libro, cosa que tenéis en cualquier lugar donde publiquen una reseña de La feria de las tinieblas, pero sí voy a señalar los mejores momentos, esos que no se deberían olvidar. El paso de la profesora Fooley por el océano de espejos, que muestra sus deseos y miedos. El descubrimiento de la noria del tiempo y el rejuvenecimiento del Sr. Cooger, uno de los dueños de la feria. El universo de los miedos infantiles: el bosque profundo, las cuevas oscuras, las iglesias en sombra, las bibliotecas en penumbra…que son todos escenarios recurrentes en las novelas y películas de terror.
A la mitad del libro aparece la figura del padre, que se encara con el Hombre Ilustrado, que persigue a su hijo y a su amigo. Es quien descubre que la misma feria existía cien años antes. Son las gentes del otoño, dice, que vigilan si las personas han elegido llorar, ser egoísta y gruñón, o reír y guiarse por el amor o la solidaridad. La feria se alimenta del miedo y del dolor, la tristeza y las frustraciones. El padre se había pasado la vida escribiendo libros en el aire, de vastos salones en vastos edificios, y los ventiladores se lo habían llevado todo. Había dejado la vida pasar. La muerte, dice Bradbury por boca del padre, “no es más que un reloj detenido, una pérdida, un final, una sombra. Nada”.
Es el padre el protagonista de la novela. La larga conversación que tiene con su hijo sobre la vida es antológica. “Demasiado tarde comprendí –le dice a Will, su hijo- que no es posible esperar a ser perfecto, que hay que salir a la vida y caerse y levantarse como todo el mundo”. Solo por ese monólogo, merece la pena leer el libro.
La vida es sonreír y disfrutar. Así se cargan a la bruja, deshacen la feria y acaban con Dark. El padre se hace más fuerte cuando se acepta a sí mismo y su vida. Porque el mal no tiene otro poder que el que nosotros le damos. Un gran libro que no hay que perderse; sea sincronicidad o no.