La magistrada del Tribunal Supremo de los Estados Unidos, Ruth Bader Ginsburg, que murió hace unos días a los 87 años, tuvo una vida tan intensa como apasionante. Luchó fundamentalmente por los derechos de las mujeres, pero también de los hombres. Y lo hizo predicando con el ejemplo. Es incuestionable que la jueza Ginsburg buscó, se afanó y peleó por la igualdad plena a lo largo de su existencia. Pero en todos los sentidos.
En 1971 aceptó la representación legal de un hombre cuya esposa, que pilotaba cazas del Ejército estadounidense, murió en acto de servicio, por lo que este reclamó los mismos derechos que tenían las esposas de militares cuando estos fallecían. Más tarde, defendió con ardor que otro hombre obtuviera una pensión de viudedad con la que poder criar a su hijo pequeño. Por contraste, en 1996 batalló por la admisión de las mujeres como cadetes de la Academia Militar de Virginia. Lo consiguió, y cuando años después regresó a esa institución castrense observó que, entre los futuros y futuras aspirantes, el 10 por ciento ya eran muchachas.
Cuando en su época universitaria inició relaciones sentimentales con el que luego sería su marido, confesó que lo hizo porque “fue el primero al que le interesó que yo tuviera un cerebro”. Recién casados, él cayó enfermo y ella se puso a trabajar en un empleo discreto de la Administración; al quedarse embarazada, la cambiaron de puesto y le bajaron el sueldo. Aquello la marcó sobremanera para intentar mejorar la sociedad en la que se tendría que desenvolver.
Nacida en Brooklyn, en el seno de una familia modesta y judía, estudió con becas con el decidido empuje de su madre, que falleció el mismo día en que ella se graduaba en el instituto. A comienzo de los ochenta, el presidente Jimmy Carter la designó jueza en la Corte de Apelaciones de Washington y, en los noventa, Bill Clinton la propuso para ocupar una vacante en el Supremo. El movimiento feminista tuvo sus reparos a la hora de respaldarla, cuestionando cuál sería su postura sobre temas peliagudos como el aborto. En el Senado votaron afirmativamente su candidatura de forma abrumadora. Fue la segunda mujer que se sentó en tan alto tribunal. Por esas fechas, se acordó emocionada de su madre en un momento tan trascendental de su vida: “Ruego que yo sea todo lo que ella hubiera sido de haber vivido en una época en la que las mujeres pudieran aspirar y lograr, y en la que las hijas fueran tan apreciadas como los hijos”.
Luchó contra el cáncer, en diversas modalidades, a lo largo de su longeva vida. Nunca alguien que contaba con 1,52 metros de altura y pesaba unos 45 kilos tuvo tanto peso específico en un país. En 2016, cometió la indiscreción durante una entrevista de tildar a Donald Trump de “farsante”. Lo hizo con su vocecilla tenue, que siempre comparaba al gorjeo de un gorrión. Veremos si la farsa continúa a partir del 3 de noviembre.