Revista Viajes

Re-habitar-se

Por Marikaheiki

Esta casa que no he sentido hogar durante años empieza a empaparse de mí, pero han sido necesarios ocho días de despertar a mediodía asustada de tanto color y el vacío de un pensamiento recurrente que dice: “me sobra todo”.

El jueves que llegué a esta habitación azul y deshice la mochila no supe dónde colocar el palosanto, las cintas de colores y el vestido negro. Cada objeto en cada estantería hablaba de una persona que no era yo pero sí soy yo:  su evolución. Vi la literatura de viajes y los manuales de escritura, pero no me atreví a colocar junto a ellos esa primera edición de un librito armado a mano en un taller lleno de arena de cumbres desérticas. Vi las entradas de conciertos, la guitarra con las cuerdas rotas, todos los papeles, cuadernos, agendas y libros apilados en las mesas y estantes, casi superpuestos como estratos de tierra después de millones de años de geología involuntaria. Cada objeto me contuvo, pero ya no lo hace más. Durante días estuve conviviendo con la Marina de doce, quince y veinte años y diciéndole a la Marina de veintiséis que no tenía derecho a descolocar nada, a tirar nada, y que sus pocas pertenencias de hoy podían seguir hacinadas en una esquina, esperando tal vez volver a su mochila –su lugar propio—y volver a la carretera pronto. Después caminé por Madrid y la ciudad se me clavó en la mandíbula como hace años. Tuve que parar los pies que iban corriendo de un lado para otro y preguntarles qué prisa tienen. Eso es Madrid: prisa. Como Buenos Aires fue ego y huracán, Lima es gris marengo tirando a azul clarito y el Huila fue líquenes y farolillos rojos entre la niebla.  Aquella noche entendí que puedo pasarme la vida deseando cosas que creo necesitar, como una casa para mí, una cocina de sol y suelos turquesas y una ventana con sierra de fondo, pero que más allá de la satisfacción mental que me produce imaginar todo esto, mi cuerpo, mente y espíritu están habitando un día sábado mediodía y una casa en el valle. Entonces una solución, que fue también un reto y además el cumplimiento de una profecía: “transforma tu casa y hazla tuya de nuevo”. O lo que es lo mismo: “reconcíliate con todos tus yos de infancia y adolescencia, déjalos integrarse por fin y diluirse en ti”.

Pasé dos días escuchando Dorian. Aprendo a amar mi tierra por primera vez.

 Y mientras la música, me deshice de todo lo que no significara algo ahora. Sin nostalgias. No quemé los diarios, claro. Donde un tiempo hubo una tele ahora hay un altar –todos tenemos objetos mágicos que cargamos en materia o en pensamiento allí donde vamos. El fuego, la magia, un Corán bordado, una muñeca rusa, un collar de semillas de selva y un elefante incendio habitan el mío. Un oráculo y la madera que no supe dónde colocar cuando llegué (estaba esperando a que liberase un espacio que sabía suyo).

Re-habitarse el cuerpo con las cosas del pasado pero aplicarse el filtro del por qué. Por qué la prisa, por qué las comidas copiosas en horas punta, por qué los horarios de autobús subiendo y bajando el valle, por qué los escaparates, por qué el triste augurio de que no se puede vivir sintiendo paz todos los días y no luchando por un día más sobre la Tierra.  Entonces re-habitarse también con lo nuevo que he traído de más allá del océano: la espalda recta, quererse sin necesitar regalarse nada, creer bien y mucho, elegir todos los días la misma ropa, abrazar, sonreír a los desconocidos (en la calle no nos vemos: esto me asusta; vamos demasiado rápido y no nos vemos), no pensar mucho en la plata que llevo en el bolsillo porque se siente, de pronto, lleno de piedras.

Encontrar un lugar donde leer en el patio: junto al abeto y la mesa negra en flor.

Ahora una habitación blanca llena de libros hasta que se hunden las baldas bajo su peso. No hay orden: los mezclo con cuadernos de notas, hojas de vocabulario, poemas y los discos que me grabaron los chicos a los que besé. La mesa se ha vaciado (el Tao, siempre: sólo el cuenco vacío puede llenarse) pero quedó la madera para soportar el peso de los días nuevos. He dejado la lámina de Van Gogh y el mapa de París que marqué en colores como símbolo de una Europa que hice mía, como después la cordillera, los volcanes, los desiertos y los mares del sur. Ya hay un embrión de la chica futura y es clara y simple pero conserva su naturaleza dual: quiere menos cosas, pero quiere más.

Leía por ahí que las almas reencarnadas (?)  no se encuentran en su hogar en ningún sitio porque, en realidad, ese lugar que buscan está en otro mundo que no es terrenal ni tangible: es el lugar al que regresan en el tiempo que ocurre entre sus cuerpos físicos. Nosotras habíamos intuido algo así cuando hablamos de que el verdadero hogar está adentro de uno mismo y que allí donde vamos lo proyectamos en el espacio para recogernos como en una matriz a salvo. De todos los lugares a los que creemos pertenecer nos llevamos un pedazo: de los desiertos un grano de arena, de la nieve la sensación de frío en la columna vertebral, de los helechos una xilografía; serán talismanes para la vida que vendrá después. Así, este alma, si es que viaja, podrá encontrarse en casa en cualquier lugar del mundo.

Re-habitar-se es vivir los lugares con conciencia.

Es decir: preguntarle al abeto

antes de sentarme a su lado a leer

si quiere de mi compañía.


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