Publicado en Público.es el 9 de octubre de 2020
La mejor forma que siempre se me ocurre para entender cómo funciona a grandes rasgos una economía es compararla con un vehículo que se mueve impulsado por cuatro motores.
El primero es el consumo privado que se realiza cuando los hogares gastan su renta disponible y que se convierte inmediatamente en ingresos para las empresas, las cuales obtienen así beneficios que se pueden traducir en más empleo, que genera más ingresos salariales y más ventas y así sucesivamente. En economías como la española suele representar entre el 50% y el 60% del total.
El segundo es la inversión de las empresas, es decir, el gasto que estas realizan en bienes de capital (los que sirven para producir otros bienes o servicios) y que que se convierte en ingresos para las empresas que se los venden, lo cual puede dar lugar a que aumente su empleo, los ingresos de sus trabajadores, el consumo, nuevas ventas de las empresas, mayor necesidad de bienes de capital, nueva inversión y así sucesivamente. Suele aportar entre el 20% y el 25% del total.
El tercero es el gasto del Estado que en realidad es equivalente a los dos anteriores pues cualquier euro que gasta el sector público o se dedica a la compra de bienes y servicios a las empresas privadas (consumo) o a la de bienes de capital (inversión) también a las empresas privadas que se los vendan, lo cual tiene el mismo efecto que el consumo o la inversión privadas (incluso en algunas circunstancias que no voy a analizar aquí, puede ser que lo tenga en mayor medida). Suele tener también entre el 20% y el 25% del total.
El cuarto motor de una economía son las exportaciones, es decir, el gasto que los hogares, las empresas o el sector público de otros países hacen en nuestra economía, comprando los bienes y servicios que les venden nuestras empresas (su porcentaje es muy variable pero puede representar entre el 25% y el 50%). Un motor que pierde potencia cuando le restamos las importaciones que son las compras que nosotros hacemos al exterior y que, lógicamente, es un "combustible" que pierde nuestra economía y que, por el contrario, impulsa a aquellas a las que compramos (su porcentaje puede ser más o menos mayor o menor que el de las exportaciones dependiendo de la naturaleza de cada economía).
En condiciones normales, estos serían los cuatro motores de una economía, pero el gran economista austriaco Joseph. A. Schumpeter mostró que en las economía capitalistas el aumento de la deuda puede llegar a tener más fuerza que esos cuatro a la hora de impulsar la economía (como en gran parte está ocurriendo en nuestro tiempo) y eso puede tener unas consecuencias muy negativas pues los cuatro motores mencionados son más bien estables pero la variación de la deuda puede ser muy volátil y cambiar rápida o repentinamente (como está ocurriendo a causa de la pandemia).
Conociendo que estos motores impulsan a las economías no es difícil imaginar los problemas que se nos pueden plantear. Por ejemplo: demasiada desigualdad puede hacer que la renta disponible se concentre demasiado en hogares tan ricos que no deseen consumir más y ahorren demasiado (como expliqué hace poco - aquí - que ahora está ocurriendo); puede ser que los salarios sean en general demasiado bajos o los impuestos muy altos, de modo que no haya renta disponible para el nivel de consumo que permita que las empresas obtengan beneficios suficientes para generar el empleo necesario; puede que las empresas obtengan muchos beneficios pero que los ahorren y no los inviertan, o que los inviertan fuera de nuestra economía o en productos financieros que no crean riqueza productiva alguna, o que lo hagan para aumentar la productividad y no el empleo, o en procesos productivos que sólo necesiten mano de obra muy barata y precaria porque las leyes le dan un gran poder negociador; puede ocurrir que el Estado gaste mal y que más bien destruya riqueza o que tenga una política fiscal inadecuada que desincentive el empleo o el gasto productivo; podría ser también que nuestras empresas se orienten a vender productos de bajo valor al exterior que aquí solo nos empobrecen, o que seamos muy dependientes de las compras extranjeras. O, en fin, podría ocurrir que no fuésemos capaces de generar ingresos suficientes y tengamos que recurrir a incrementar constantemente el recurso al crédito, lo cual genera una dinámica insostenible porque la deuda termina por dedicarse a financiar nueva deuda y no la inversión productiva.
Cuando se da alguno de esos problemas, todos o alguno de los motores se debilitan o se paran. Y, cuando ocurre algo como la pandemia que obliga a cerrar un gran número de empresas y a paralizar buena parte del consumo, la economía pierde demasiado combustible que es lo que está sucediendo ahora no sólo en España sino en casi todas las economías.
Los datos de la Contabilidad Nacional muestran claramente lo que nos ha pasado: en relación con el segundo trimestre de 2019 en el de este año el consumo de los hogares cayó un 25,2%, la inversión un 25,4%, las exportaciones un 38,1% y las importaciones un 33,5%. Sólo el gasto de las administraciones públicas aumentó ligeramente, un 3,1%.
¿Se imaginan lo que le ocurriría a la trayectoria de un vehículo que de pronto perdiera algo así como la cuarta parte de la fuerza de sus motores? Pues eso es más o menos lo que le ha ocurrido a la economía española y lo que ahora se plantea su piloto, el gobierno de España, es cómo reactivar esos motores.
Los economistas liberales afirman que la economía sólo se puede impulsar a través de la inversión privada y las exportaciones y que, por tanto, lo que hay que hacer es facilitar que las empresas obtengan beneficios para que generan inversión y empleo, para lo cual proponen constantes disminuciones de los salarios, en el gasto público y en los impuestos. Pero esa tesis es una completa falacia de composición porque confunde el todo con la parte. Puede que algunas empresas obtengan más beneficios si bajan los salarios que pagan, pero si se reducen todos los salarios, bajará sin duda el gasto en consumo y, por tanto, el conjunto de los beneficios empresariales. La tesis liberal no es buena para el conjunto de las empresas, pues sólo beneficia a las empresas que tienen mercados o consumidores cautivos, algo que no le ocurre a la inmensa mayoría de ellas.
La prueba es evidente: ¿contratarán a más trabajadores las empresas si su salario es ínfimo, pero no tienen clientes en sus puertas? O, por el contrario, ¿no es más lógico pensar que a las empresas no les importará pagar salarios más elevados si tienen colas de clientes esperando para comprar los productos que les ofrecen?
Lo que a corto plazo necesita una economía cuyos motores se han debilitado es gasto, es decir, que sus empresas puedan vender para estar así interesadas en invertir y en crear más empleo. ¿Pueden generar más gasto los hogares por sí mismos? Difícilmente, porque la renta disponible está disminuyendo como consecuencia del desempleo y porque la incertidumbre y el miedo estimula el ahorro. Por eso es imprescindible, para salvar a las empresas y con ellas al conjunto de la economía, que se generen certidumbres y buenas expectativas y, sobre todo, que se garantice en la mayor medida de lo posible el empleo. Aunque eso no será suficiente.
¿Puede generarse ese gasto a través de la inversión privada? Ojalá, pero las empresas se enfrentan a caídas en las ventas y también a incertidumbre que limitan sus beneficios y, por tanto, su gasto en bienes de inversión y su demanda de empleo.
¿Nos salvarán las exportaciones? Sería también deseable pero ahora es más difícil porque nos encontramos en una crisis que afecta a quienes deberían comprarnos nuestros productos.
Guste o no, por tanto, el único motor que en estos momentos se puede poner en marcha para impulsar el consumo de los hogares, las ventas de las empresas y su nueva inversión e incluso las exportaciones, es el gasto de las administraciones públicas. Cada euro que se gasta el sector público se convierte, como he dicho, en un euro de ingreso de las empresas: bien porque se los gastan en consumo los hogares que reciben ingresos del Estado o porque este gasta directamente en inversión, comprando bienes de capital que le venden las empresas. No es una cuestión de preferencias ideológicas, es que no hay otra posible fuente de gasto a corto plazo para reactivar los motores que mueven nuestra economía. Aunque, eso sí, ni cualquier gasto del Estado es el más adecuado ni se puede financiar de cualquier forma. Hay que tener en cuenta, al menos tres grandes prevenciones.
En primer lugar, que ese gasto hay que financiarlo o bien con impuestos o con deuda. Si es con impuestos detraemos una parte de lo que gastemos, luego en en estos momentos sólo hay que recurrir a los impuestos que garanticen un incremento neto del gasto en el consumo o la inversión que se necesita para impulsar la economía. Y, si se financia mediante deuda, hemos de tener presente que la deuda que no financie inversión productiva termina siendo una bomba de relojería. En segundo lugar, es fundamental que el gasto que se realice genere el mayor volumen posible de empleo y que este sea de calidad para que la masa salarial no se concentre en niveles de renta que más bien tienden al ahorro y no al consumo. Además, debe promoverse un gasto que fomente la creación de una oferta de bienes y servicios que deje el mayor valor añadido posible en nuestra economía. Y, finalmente, no se puede olvidar que la experiencia nos ha demostrado que no basta con tener motores muy potentes en el vehículo si los neumáticos (digamos, el tipo de actividad económica que se se desarrolla) son débiles o volátiles, si vamos desperdiciando energía porque no aprovechamos bien la que nos proporcionan los motores, si su interior es inhabitable para la mayoría de los viajeros o si en su trayectoria se destroza el entorno que necesita para poder moverse y para que puedan vivir las personas que lo utilizan.
Lo que está haciendo el gobierno de España, diseñando un amplio programa de gasto, es lo que hay que hacer y oponerse a ello es una completa majadería económica. Aunque eso no quita que haya que reclamarle que ese diseño sea adecuado y vaya acompañado de medidas que eviten lo que hasta ahora están siendo los grandes cuellos de botella de nuestra economía: el gasto innecesario y corrupto que impulsan los grandes oligopolios con la gran influencia política que le dan las puertas giratorias; la ineficacia de una administración que no ejecuta ni la tercera parte de los fondos europeos que recibimos; la creciente ineficiencia de nuestra organización territorial; nuestra enfermiza dependencia del sector financiero privado; la inequidad, ineficacia y recursos insuficientes de nuestro sistema fiscal; la dependencia del exterior; la excesiva concentración de la renta y el empleo precario; o la ausencia de debate social sobre las decisiones económicas que produce una paralizante falta de confianza y de complicidad de la ciudadanía con nuestros poderes públicos, por mencionar sólo los más importantes.
Sin abordar decididamente estas últimas cuestiones, ningún programa de gasto para la recuperación económica llegará a buen puerto y volverá a reproducir los problemas que ahora tenemos y que están haciendo que el impacto económico de la pandemia sea en España más fuerte que en otras economía de nuestro alrededor.