R Castex. Navío de Línea Santísima Trinidad.
De Córdova, Císneros, Orozco, Uriarte, Daóiz, Lángara. Grandes nombres de ilustres marinos para convertirse en comandantes en jefes de más legendario buque que, portando la insignia española, supuso el mascarón de proa de la Real Armada Española durante su asentamiento cómo institución perteneciente a las armas española durante el siglo XVIII y hasta su gloriosa muerte, por hundimiento tras resistir el brutal ataque enemigo a principios del siglo XIX y a un tiro de piedra de ver cómo el vápor cogía el relevo de la vela cómo principal método de impulsión de los buques mercantes y de guerra. Un buque que participó con mayor o menor fortuna en el establecimiento de las bases de un historial mítico, que supondría, en lo que valñe, el grabado a fuego en las tablas de nuestro devenir, de grandes y épicas empresas, unas veces a favor de la Gloria de la Armada y de España y en otras en contra, haciendo probar la hiel de la derrota en nuestras propias carnes. Un buque, el más grande, intimidatorio y recordado de la Real Armada.
Cabos en Guerra.
No fueron pocos los embites en los que el Santísima Trinidad se vió envuelto, siempre con su carácter de buque de Guerra diseñado para sorprender, intimidar y asustar, a lo largo de su vida útil. Ya sea en el Cabo Espartel, en San Vicente o en su heróico final, la Historia Naval lo ha puesto donde corresponde, a la altura de los grandes engranajes que hicieron hegemónica a nuestra Armada a lo largo de todo el siglo hasta el relevo de la misma por la flota británica. En cada una de las batallas en la que participó, junto a otras joyas de nuestra flota en madera, vela, carne y hierro, clamaron sus cañones, cómo último atisbo de negociación ante el frecuente fracaso de las gestiones diplomáticas de las naciones en contienda ante lo que era una necesidad del Occidente de la época, la expansión, hegemonía de las rutas comerciales y mantenimiento a toda costa de los Imperios coloniales. Todo ello en medio de un sin fín de misiones caprichosas de gobiernos títeres, gobernantes más preocupados de su gloria que la de su país y sin más comunicación que la voz, el banderín de señales o el heliógrafo.
Era la época en que, sin rádar, sónar o satélites, las flotas se solían enfrentar tras encontrarse por pura casualidad. Eran tiempos en que las derrotas de las flotas enemigas se encontraban a través de naves expedicionarias, encargadas de patrullar cuadrantes alrededor del grueso de la escuadra, a través de las no siempre fidedignas señales otorgadas por flotillas mercantes o buques pesqueros o por el puro azar a encontrarse en el tornaviaje de América o en viajes de rutina entre los astilleros de Ferrol y de la Carraca en San Fernando al pasar ante la costa portuguesa, tradicional aliada del eterno enemigo británico. Una vez encontradas, las flotas pasaban a actuar en tragicómico protocolo, atacando siempre con una posición de hilada, de la cual tomaba el nombre los enormes navíos de línea, preparados para atacar y ser acometidos en esa posición, de suerte que su porte determinaba que si eran atacados por dos o tres enemigos, habría de resistir y repeler el embíte por sí sólo, ante la más que probable posibilidad de no ser asistido en nada por el resto de la flota.
Líneas de Combate.
En aquella época, el volumen embarcado, el porte del navío eran la principal virtud de la construcción naval. En el choque naval, habienda cuenta del protocolo rígido bajo el cual se desarrollaban los combates, cuanto más grande, pesado, armado y dotado estuviera un buque más garantía de éxito en el combate tendría. Aún así, dicha premisa no siempre se cumpliría, causando en infinidad de veces, verdaderos desastres. Máxime cuando pasar por alto las órdenes de combate tendría funestas y negativas consecuencias, por cuanto si la transgresión tenía cómo resultado el éxito parcial del navío en cuestión, el resto de buques de la escuadra podrían acusarlo de poner en cuestión tanto la integridad de la línea cómo de los buques que la formaban, si el resultado era la derrota del oficial que, a su riesgo contraveniera la formación de combate, le esperaban tan pintorescos destinos cómo acabar sobre la toldilla acribillado a balazos por un pelotón de infantes de marina o culminar pendiendo del palo mayor.
En función de la capacidad de los navíos, de la flota y la capacidad de fuego, las marinas de guerra aprestaban a sus escuadras en una formación de combate que se dividía en tres tramos a saber, vanguardia, bajo el mando de un contraalmirante que ejercía las funciones de mayor aproximación en la línea, centro, bajo el mando de un almirante, que ejercía las funciones de comandante en jefe del teatro de operaciones y sobre el cual recaía toda la operación de aproximación, alineamiento, combate y retirada, por lo cual debía de ser un marino de muy probadísima solvencia, y retaguardia, o buques aprestados para permitir la retirada o el fuego de apoyo en función de cómo se desarrollaran los acontecimientos y que estaba, cómo la vanguardia, bajo el mando de otro contralmirante o jefe de escuadra. Ésta compleja formación se esforzaba en ganar barlovento, o en profano, poner el viento a su favor, en cuanto divisaban pabellón enemigo. Era vital adoptar una posición de ventaja que podía decidir el desenlace del combate justo cuando el humo de los disparos, afectado por la pólvora negra, podía hacer que el que estuviera a sotavento no viera a tres metros de distancia.
Maniobras de Combate.