Catalina de Aragón
Los reyes, reinas, príncipes y princesas se casaban antes por intereses: el mantenimiento de un imperio, la consolidación de una alianza militar, el reforzamiento de una dinastía. Hubo otra princesa Catalina, Catalina de Aragón, casada con el célebre Enrique VIII, reina de Inglaterra, que ilustra bien esa era de confabulaciones y conjuras de unos reinos frente a otros. Siglos más tarde, en estos tiempos globales que vivimos, las bodas reales se han convertido en un gran espectáculo que tiene audiencias incalculables, con el apoyo entusiasta de unos medios de comunicación que envuelven en toneladas de almíbar y oropel enlaces que ya no son de sangre azul, sino de jóvenes enamorados, que se siguen casando por interés: el interés en que las familias reales no se extingan, a costa de que la sangre azul se vaya decolorando y tiñendo de los tonos de la gente de la calle (de lo cual surge una pregunta: si la sangre azul ya no es un requisito para tan altas magistraturas, ¿no sería preferible que las jefaturas de los estados las puedan ejercer personas elegidas en las urnas?). Los enlaces reales enloquecen al mundo digital, con las redes sociales echando humo con los chascarrillos de la basca, aunque en realidad, la realidad real de muchas de las gentes que vieron ayer el chou por la tele o por Internet siga siendo bien distinta: el euríbor que aumenta, el paro que sube, el miedo al futuro, los efectos de la crisis que nos siguen golpeando.