A algún iluminado por los destellos tenebrosos de la estupidez se le ocurrió que sería una buena idea rodar de nuevo “Rebeca”, el clásico de Alfred Hitchcock que en 1940 se alzó con el Oscar a la mejor película. Lo más curioso es que semejante ocurrencia, por absurda que pueda parecer, interesó a varios productores, un director y hasta tres guionistas. Ninguno de ellos se paró a pensar en el sacrilegio que iban a cometer, ni tampoco fueron conscientes del despropósito que supondría asumir tal reto. Por lo visto, consideraron que podían mejorar el original, o que tal vez la obra auspiciada por el emblemático David O. Selznick había envejecido tan mal que otra versión más moderna revitalizaría su historia. Desconozco sus reflexiones personales y las esperanzas que depositaron en el proyecto. Sin embargo, estoy convencido de que no aprendieron nada del error cometido por Gus Van Sant cuando en 1998 realizó su remake de “Psicosis”.
Me resultó de por sí bastante complicado empezar a visionar esta cinta, ya que desde las primeras escenas me negaba a aceptar que alguien hubiera sido capaz de un despropósito de esa magnitud. ¿Se trataría acaso de una especie de parodia o más bien de una trama nueva, mínimamente influenciada por el “mago del suspense”? A medida que avanza el metraje el espectador constata que sus creadores van muy en serio y pretenden conservar tanto el tono dramático como el grado de suspense del argumento. El resultado, como era previsible, no puede ser más desalentador. Pretender emular a Laurence Olivier, Joan Fontaine y Judith Anderson constituía un insolencia superlativa y, por supuesto, innecesaria. Para deleitarse con la adaptación cinematográfica de la novela de Daphne Du Maurier basta y sobra con recurrir al film que rodó Hitchcock habida cuenta que, a ocho décadas vista, conserva toda su fuerza y vitalidad sin necesidad de ningún retoque o variación técnica.
Para mí, que la he disfrutado decenas de veces, que me sé de memoria varios de sus diálogos y que soy capaz de recrear a la perfección algunas de sus secuencias, esta nueva apuesta me parece insustancial y banal. Ni siquiera han sabido sacar provecho del color. A ratos empalagosa y a ratos aburrida, su metraje superior a las dos horas se torna difícil de soportar. Presenta serios defectos desde el punto de vista narrativo, pero lo que la lastra y hunde por completo es esa inevitable y continua comparativa de quienes hemos saboreado el éxito de su predecesora.
Yo lo intenté. Me empeñé en aferrarme a lo poco que me ofrecía, como por ejemplo la participación de la magnífica actriz Kristin Scott Thomas. Sin embargo, verla en el papel de ama de llaves de la resplandeciente mansión de Manderley me superó. En conclusión, una pérdida de tiempo en todos los sentidos posibles de la expresión, a la que no vale la pena exponerse ni en Netflix ni en las escasas salas de proyección en las que se exhibe.
El personaje protagonista corre a cargo de la joven Lily James, que destacó en “La sociedad literaria y el pastel de patata” y que cuenta con algún otro proyecto digno de mención, como “El instante más oscuro”, aunque tiende a embaucarse en propuestas fallidas que están afectando negativamente a su carrera profesional. Por su parte, el actor Armie Hammer aspira sin éxito a recoger el testigo de Laurence Olivier, objetivo imposible a todas luces. Ha intervenido en algunos títulos relevantes, como “La red social”, “J. Edgar” o “Call Me by Your Name”. En cuanto a la citada Scott Thomas, ya ocupa un lugar de honor en el Olimpo de las estrellas gracias a su interpretación de Katharine Clifton en “El paciente inglés”, a la que se añaden las de “Cuatro bodas y un funeral”, “Caprichos del destino”, “Gosford Park” o “La pesca del salmón en Yemen”, entre otras. Confío en que no vuelva a caer en las garras de la revisión de otro clásico.