Ángeles MastrettaA los ciento tres años Rebeca Paz y Puente no había tenido en su vida más enfermedad que aquella que desde un principio pareció la última.Le quedaban vivos cinco hijos de los trece que parió entre los diecisiete y los treinta años. Había enterrado a su marido hacía casi medio siglo, y alrededor de su cama iban y venían setenta y dos nietos. Llevaba seis meses tan grave que cada noche se decía imposible que llegara a la mañana, cada mañana que moriría como a las cuatro de la tarde y cada tarde que sería un milagro si alcanzaba la medianoche. De la frondosa y sonriente vieja que llegó a ser, ya no quedaba sino el pálido forro de un esqueleto. Había sido bella, como ninguna mujer de la época juarista, pero de eso ya no había nadie que se acordara, porque todos sus contemporáneos murieron antes de la revolución contra Porfirio Díaz. Así que el perfume de su cuerpo liberal, sólo ella lo recordaba: todos los días, y con el mismo brío que durante el sitio a la ciudad la sacó de su casa a disparar una pistola de la noche a la mañana y hasta la rendición.Respiraba diez veces por minuto y parecía haberse ido hacía semanas. Sin embargo, una fuerza la mantenía viva, huyendo de la muerte como de algo mucho peor.A ratos los hijos le hablaban al oído buscando su empequeñecida cabeza en medio de una melena blanca cada día más abundante.¿Por qué no descansas, mamá? le preguntaban, exhaustos y compadecidos.¿Qué quieres? ¿Qué esperas aún?No contestaba. Ponía la mirada en los vidrios de colores que formaban el emplomado de un balcón frente a su cama y sonreía como si temiera lastimar con sus palabras.Entre los nietos había una mujer que todas las tardes se sentaba junto a ella y le platicaba sus penas, como quien se las platica a sí misma.Ya no me oyes, abuela. Mejor, para oír amarguras haces bien de estar sorda. ¿O sí me oyes? A veces estoy segura de que me oyes. ¿Ya te dije que se fue? Ya te lo dije. Pero para mí, como si aún estuviera porque lo ando cargando. ¿Es verdad que tú perdiste un amor en la guerra? Eso me hubiera gustado a mí, que me lo mataran antes de que a él le diera por matarme. En lugar de este odio tendría el orgullo de haber vivido con un héroe. Porque tu amor fue un héroe, ¿verdad? Abuela, ¿cómo le hiciste para vivir tanto tiempo después de perderlo? ¿Por qué sigues viva aunque te mataron a tu hombre, aunque mi abuelo te haya regresado a golpes del lugar en que se desangró? Te habían casado a la fuerza con mi abuelo, ¿verdad? Cómo no me atreví a preguntártelo antes, a ti tan elocuente, tan hermosa. Ahora ya de qué sirve, ahora no sabré nunca si fueron ciertos los chismes que se cuentan de tí, si de veras abandonaste a toda tu familia para seguir a un general juarista. Si lo mató un francés o si lo mató tu marido un poco antes de que terminara el sitio.La abuela no respondía. Se concentraba en respirar y respiraba entre suspiros largos y desordenados. Dos veces había estado el señor obispo a confesarla y cuatro a darle la extremaunción, hasta que de tanto verla agonizar, sus descendientes se acostumbraron a vivir con ella muriéndose.Está mejorando decía su nieta. A ella le daba pánico que su abuela se muriera, se quedaría sin confidente y cuando falta el amor la única cura son las confidencias.Ay, abuela le dijo una tarde. Tengo el cuerpo seco: secos los ojos, la boca, la entrepierna. Así como ando, mejor querría morirme.Tonta dijo la vieja, interrumpiendo un año de silencio. No sabes de qué hablas. Su voz se oyó como estremecida por otro mundo.Tú conoces la muerte, abuela. Tú la conoces, ¿verdad?Por toda respuesta doña Rebeca se perdió entre soplidos y respiraciones turbias.¿Por qué peleas, abuela? ¿Por qué no te has muerto? ¿Quieres tu relicario? ¿Quieres cambiar la herencia? ¿Qué pendiente tienes?La vieja movió una de sus manos para pedirle que se acercara y la nieta acercó un oído a su boca trastabillante.¿Qué te pasa? le preguntó, acariciándola. Ella se dejó estar así por un rato, sintiendo la mano de su nieta ir y venir por su cabeza, su mejilla, sus hombros.Por fin dijo con su voz en trozos:No quiero que me entierren con el hombre.Media hora después los hijos de doña Rebeca Paz y Puente le prometieron enterrarla a sus anchas, en una tumba para ella sola..Me voy con una deuda le dijo a la nieta, antes de morirse por última vez.Al día siguiente su influencia celestial hizo volver al esposo perdido de la nieta. El hombre entró a su casa con un desfile de rosas, una letanía de perdones, juramentos de amor eterno, elegías y ruegos.Todas las lenguas le habían dicho que su mujer era un guiñapo, que las ojeras le tocaban la boca y que los pechos se le habían consumido en lágrimas, que de tanto llorar tenía ojos de pescado y de tanto sufrir estaba flaca como perro de vecindad. Encontró a una mujer delgada y luminosa como una vela, con los ojos más tristes pero más vivos que nunca, con la sonrisa como un sortilegio. Y el aplomo de una reina para caminar hacia él, mirarlo como sí no tuviera cuatro hijos suyos y decirle: