Pocos personajes femeninos existen en la historia del teatro con la complejidad y la riqueza del de Nora, la protagonista de «Casa de muñecas», la obra maestra de Henrik Ibsen. El dramaturgo noruego escribió una obra absolutamente escandalosa para la sociedad de su tiempo, especialmente por su imprevisto e intempestivo final, en el que Nora decide tomar finalmente las riendas de su vida y volver a empezar sola.
Arranca «Casa de muñecas» y Nora se presenta como una mujer feliz, despreocupada, felizmente casada y con dos niños. A su marido le acaban de nombrar director del banco en el que trabaja y el futuro que se adivina no puede ser más halagüeño. Pero van sucediéndose una serie de acontecimientos y entrando en juego una serie de personajes que van ensombreciendo la vida ideal que se le presenta a Nora hasta llevarla a la decisión final, ese portazo que es ya historia del teatro, y con el que Ibsen adivinaba el trascendente cambio que la sociedad tenía reservado para el papel de la mujer.
Se ha escrito muy a menudo; Nora había sido educada para ser la muñeca de su padre, primero, y la de su marido, después. Ser madre y esposa, con todo lo que eso significaba -renuncia, sumisión, sacrificio; en definitiva, pérdida de la propia identidad- era el único camino posible para muchas mujeres. Y no solo en el siglo XIX («Casa de muñecas» se estrenó en 1879); yo conozco muy de cerca mujeres que fueron educadas con el único fin de casarse, tener hijos y fundar un hogar. Y sería injusto decir que no han sido felices: la que han tenido era la vida a la que aspiraban, y no consideraban tener otra.
El gesto de Nora es, ciertamente, revolucionario, liberador. Con él recupera su identidad, su categoría de ser humano completo. Para una actriz supone, indudablemente, todo un reto; no es únicamente que Nora pase en apenas dos horas (dependiendo de la versión, claro) de la niñez a la madurez, de la irresponsabilidad al compromiso, de la inconsciencia al conocimiento. Es que delante de ella se derrumba, como un castillo de naipes, todo lo que hasta entonces guiaba su vida: el amor, la familia... La vida, para ella, deja de ser un juego y se convierte en una realidad donde cada acto tiene su consecuencia.
Los teatros del Canal ofrecen ahora una versión de «Casa de muñecas» (endeble a mi entender) realizada por Jerónimo Cornelles y dirigida por Ximo Flores, pero en la que destaca el poderoso, exigente y agotador trabajo de Rebeca Valls, una actriz que ha sido ya, entre otros papeles, la Ofelia de «Hamlet» y la Martirio de «La casa de Bernarda Alba» (ambas bajo la dirección de Lluís Pasqual); su Nora en «Casa de muñecas» mantiene muy alto durante toda la función el diapasón, pero ella sabe colorear el personaje con pinceladas precisas que le ayudan a no salirse del dibujo. La niña ilusionada, irreflexiva e impetuosa se va desbaratando hasta convertirse en una mujer agarrotada por la duda y la responsabilidad, pero segura de sí misma: y esas actitudes encuentran respuesta en la interpretación de la actriz.