Aceptamos la mediocridad como algo normal. No aspiramos a nada mejor. Ya no nos sorprende que los productos que compramos o usamos, que los servicios que recibimos o las actuaciones profesionales a las que asistimos sean mediocres, por no decir malas. ¡Hemos interiorizado la mediocridad!
Quizás yo esté obsesionado, pero la mediocridad nos rodea, y sin darnos cuenta todos nos hacemos mediocres, el país se hace mediocre. Y el mundo no es para los mediocres, es para los que aspiran a la excelencia, a hacer las cosas bien, mejor que nadie.
Me entristece constatarlo. A cada momento, desde el locutor del telediario que parece un pordiosero y da pena oirlo y verlo, al libro que está mal hecho, al edificio que está mal acabado, a la telefonista o el funcionario que no te atiende o al servicio de un camarero desganado o el menú vomitivo. Y lo peor es que eso ocurra en un país en el que la gente se siente “profesional” y con profesionales que se sienten mal pagados. Es decir, hacemos y tenemos productos malos y caros.
Mis lectores dirán que estoy generalizando y que tengo un mal día. Es verdad, pero creo que tengo más razón (de fondo) que un santo. Quizás yo soy el primer mediocre… Pero o empezamos a reconocerlo y a hacer algo, o nos vamos a hundir en la miseria….